En mi casa siempre ha habido un perro de mascota, no por mí, sino por mis hijas. Hemos tenido chow-chow, lobo, lobo siberiano, collies y otros, pero hoy me quiero referir a un yorkshire terrier llamado Otto.
Ya nos habíamos venido a Perú mi mujer y yo cuando una de mis hijas adquirió ese cachorro en Mérida, estando ella en Macuto. De Mérida otra de mis hijas se lo llevó a Margarita. En la Isla se enfermó y tuvo que ser hospitalizado, asumiendo los gastos quien no era la dueña y supuestamente también la propiedad.
Ya en Piura nos visitó nuestra segunda hija quien también se quedó con nosotros.
A estas alturas mi cuarta hija ya se había venido a Perú y estaba en Lima haciendo una subespecialidad.
Mis dos hijas que estaban en Perú vivían en Lima y el perro quedó bajo nuestra responsabilidad en Piura.
Todas las tardes a eso de las cinco, yo sacaba al perrito y lo llevaba hasta un parque cercano donde jugueteaba con otros animalitos, corría y se revolcaba en la grama. Luego íbamos a la panadería frente al parque antes de regresarnos para la casa.
Con el tiempo, al salir de la casa le soltaba la correa al perro y él arrancaba a correr hasta el parque donde me esperaba. Ya los vigilantes de las casas vecinas lo conocían y me iban avisando “ya pasó Otto”.
Cuando lo sacaba a pasear a mí me encantaba soltarlo y verlo correr hacia el parque, disfrutaba de su carrera y del frenazo que hacía cuando le gritaba para que se detuviera en las esquinas.
En los viajes en avión se sentaba a nuestros pies hasta que el avión aterrizaba, solo allí se levantaba y esperaba llegar a la grama para hacer sus necesidades.
Una tarde mientras él jugaba y yo leía, lo perdí de vista. No lo vi más. Lo busqué, lo llamé, recorrí toda la plaza y las calles aledañas y cuando lo di por perdido llamé a mi mujer y se lo conté.
Pasado ese primer trago amargo, me quedaba otro, más amargo todavía: decírselo a mis hijas. Allí sí iba a necesitar una dosis extra de valor. Porque eran cuatro las dueñas de esa querida mascota. Bueno, resignado a someterme al pelotón de fusilamiento y casi como mi último deseo, fui a la panadería a comprar el pan de todos los días.
La panadería es una especie de café con mesas y sillas enfrente donde la gente se sienta a disfrutar de cualquier infusión que se pueda acompañar de bollería. Al entrar, estaba Otto sentado esperándome. Al fin me encontró.