Miren si ese cuento no será viejo, que se remonta a mis quince años.
Emilia Vargas, quien trabajó en mi casa durante mucho tiempo, ya no estaba con nosotros, pero con uno de sus hijos me mandó envuelto un pote de leche condensada de regalo de cumpleaños.
Aquello me conmovió mucho entonces, como me conmueve mucho hasta el sol de hoy. Ha sido sin duda uno de los regalos que más he agradecido y estoy segura de que entenderán el porqué.
Les cuento esto porque no sé si recuerdan que hace poco escribí que una mota en Portugal es una suerte de bicho raro.
Como me cansé de buscarla, me las arreglé como pude y me acordé de que mi mamá ponía maicena en una media para aliviar las quemadas de la playa.
Pues nada, en vez de maicena, le puse talco y listo. Muy contenta con la solución del asunto.
Resulta que mi amiga Karina, que me había acompañado en mi aventura infructuosa por el comercio del barrio, no sé mucho dónde vio una y me la trajo de regalo.
¡Me hizo tan feliz! No solamente por la mota, sino, impagable, por su cariño. Que se haya quedado con la pulga atrás de la oreja, y, al verla en un centro comercial, haya entrado a comprarla es un ejercicio de cariño. Es una nueva confirmación de que es mi amiga y que contamos una con otra, porque si el cuento hubiera sido al revés pueden estar seguros de que yo hubiera hecho lo mismo.
Ella y su familia se han convertido en mi puente con Venezuela, el mismo lugar donde me llegó el regalo de Emilia por allá por mis quince años…