Buscando sobre qué contarles, me enteré que hoy se celebra el día del Nutricionista en Argentina, lo cual, aunado a que por azar (¿o es que realmente las redes nos espían y mandan «indirectas»?) a cada rato me salen videos y post de dietas, ese es el tema.
Claro, nada de lo que me llega es como lo que tuvo que hacer Sancho I de León, conocido como «el Craso», en la España medieval del siglo X.
En ese tiempo, la península ibérica era un mosaico de reinos cristianos y dominios musulmanes, donde la Reconquista dictaba el ritmo de las ambiciones políticas y territoriales. Sancho, heredero de un trono fracturado por la guerra y las insaciables ansias de poder de la nobleza, enfrentaba un problema: su desmedida obesidad, objeto de burla y pérdida del respeto y lealtad de sus súbditos. Tanto así, que fue depuesto por sus nobles, quienes lo consideraban incapaz de gobernar y de liderar a sus ejércitos pues su peso le impedía montar a caballo.
Ante ese panorama ¿a quién acudió Sancho? A la persona que lo quería sobre todas las cosas ¡su abuela, la reina Toda de Navarra! Decidida a ver a su nieto nuevamente en el trono, acudió a una alianza insólita: Abderramán III, el califa de Córdoba, quien accedió a ayudar enviando a su afamado médico judío, Hasday Ben Shaprut, para someter a Sancho a un régimen tan radical como peligroso, la que podríamos llamar la «dieta milagro» más severa de la que se tenga registro.
El tratamiento de Hasday fue implacable e ingenioso.
Por cuarenta días cosieron la boca de Sancho, dejando solo una diminuta abertura por donde le suministraban infusiones misteriosas; mientras, era sometido a rigurosos ejercicios físicos, baños de vapor y masajes para tonificar la piel.
Vamos, algo que hoy no suena tan extraño para algunos…
La transformación de Sancho fue más que física. El sufrimiento y la disciplina le templaron el carácter, dotándolo de una determinación que hasta entonces no tenía. Recuperado en cuerpo y espíritu, regresó a León con el respaldo militar del califa, dispuesto a reconquistar su trono y a demostrar a todos que era un rey digno, no solo por su linaje, sino por la fuerza de voluntad que había mostrado en su batalla más personal.
Esta historia, aunque cargada de leyendas imposibles de verificar, nos enseña que la transformación personal puede cambiar destinos, y que las abuelas ¡podemos hacer milagros!