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Ya estamos en mayo, un mes traicionero que empieza con flores y también con alergias, que nos enamora con sus colores y nos desenamora en la farmacia.
Si crees que el nombre se lo inventó algún poeta cursi, debes saber que viene de más arriba: del Olimpo. Porque mayo le debe su nombre a Maia, diosa romana del crecimiento y la fertilidad; una de esas ninfas tan antigua como astuta.
Hija de Atlas, el mismo que carga el cielo a la espalda como quien lleva un matrimonio obligado, y madre de Hermes, Mercurio para los romanos, el cartero más veloz del imperio, que también es el dios de los ladrones, comerciantes y embaucadores, vamos, el patrono de cierta fauna política actual.
Maia no hacía mucho ruido, pero dejaba huella; era una de esas divinidades discretas pero indispensables, como el plomero que te arregla una filtración de agua un domingo por la mañana o la vecina que te consiente con un buen consomé cuando estás enfermo.
Pero no te equivoques: tras esa apariencia de divinidad campestre, Maia tenía garra. No organizaba orgías como Venus ni era guerrera como Atenea, pero cuando florecían los campos, era por ella. Tenía ese don silencioso de hacer crecer las cosas: la hierba, las flores… Ovidio, poeta que de mitos sabía un rato, contaba que Maia era tan modesta que prefería esconderse en las grutas antes que soportar el chismorreo del Olimpo. Una diosa con sentido común, vaya.
Los griegos la veneraban como nodriza de la tierra, protectora de la fertilidad y, cómo no, del buen vino.
Los romanos, más pragmáticos, la honraban con sacrificios para que las cosechas no se dañaran. Le ofrecían flores, vino, y vaya usted a saber qué más en esos templos donde la toga resbalaba con dudosa casualidad. La incluyeron en su panteón y le dedicaron el quinto mes del año «Maius», que coincidía con el florecer de los campos y el momento idóneo para sacrificar una cabra en su honor (o quedársela para asar, según la devoción del contribuyente).
Hoy, claro, pocos recuerdan a Maia. Mayo es sinónimo del Día de la Madre, las Primeras comuniones y los antihistamínicos. Pero ella sigue ahí, en cada jardín que explota de vida, en cada lugar donde el vino se sirve frío y el sol calienta.
Ahí radica la astucia de los dioses discretos. No necesitan altares dorados ni procesiones ruidosas. Se infiltran en lo cotidiano, en el aroma de la tierra húmeda, en el primer sorbo de la tarde. Maia aprendió a florecer en silencio, recordándonos, entre estornudo y estornudo, que la vida, a pesar de todo, sigue su curso… ¡Gracias, Maia!

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