Manolo se presentó con una sonrisa exultante y haló mi brazo para llevarme a celebrar una ocasión muy especial. La comida fue tan exquisita y Manolo se comportó tan amablemente que olvidé preguntar cuál era la razón para tanta alegría y generosidad. Pero Manolo ya tenía preparado el rosario de desgracias cuyo fin estábamos celebrando.
Su vecino de al lado tuvo que viajar de emergencia y le pidió que cuidara a su perro Momo por unos días. Momo es una bola inquieta de pelos en la que apenas se distinguen las orejas, los ojos y unas paticas más cortas que amor de adolescente. Mi amigo no es particularmente afecto a las mascotas, pero era la oportunidad de retribuir al vecino muchos favores y aceptó de mala gana, aunque con buena cara.
Y ese fue el comienzo de unos días para el olvido.
Lo primero era comprarle comida a Momo. Manolo encontró una insospechada oferta de alimentos para perros: con verduras, sin harina, sin gluten, sin grasas, con sabor a pollo o carne. Total, que compró la más cara. Pues resulta que Momo olisqueó el plato y después lo empujó suavemente alejándolo de él. Manolo vio los componentes del concentrado y no supo si hacerse un estofado o metérselo a Momo por la boca como quien carga un cañón. Decidió ir a buscar otra comida y se llevó al perrito que no dejaba de ladrarle a las moscas. La esperanza de Manolo de que Momo le indicara su comida preferida se desvaneció porque no se admitían animales en el establecimiento. Por supuesto a la salida y cargado de bolsas, Manolo tuvo que aguantar las miradas condenatorias de todos por tener atado al chucho al sol.
Así, Manolo tuvo que sacar a pasear al perro y recoger sus excrementos, dejarle dormir en su cama, rascarle la barriga para que se quedara tranquilo, quitar los libros del estante inferior para que no se los comiera y hasta dejar de ver Ciudadano Kane porque el animal quería ver documentales de perros.
Hoy, la tortura había terminado. El vecino recuperó su maldición peluda con sus ladridos, sus pulgas y sus lambetazos de supuesto cariño.
Celebrábamos la liberación de Manolo. Sin embargo, al dar un paseo después de la comida, nos cruzamos con una niña paseando un perro que se parecía a Momo. Manolo, disimuladamente, se quedó mirando al animal y sonrió.
Si yo hubiera tenido que apostar, diría que era una mirada nostálgica.