Es una expresión que, ante una noticia no tan favorable, actúa como atenuante y transmite cierto alivio.
Lo que no sabía era que se iba a convertir en mi proyecto a futuro.
Hace poco le dije a mis hijos que, si llegaba a los ochenta años, me iba a hacer un tatuaje en el antebrazo con esas palabras: ¡Ah bueno!
Ellos se rieron, claro, y me dijeron: “sí mami, si quieres también te pones un piercing en la lengua”.
El hecho es que tengo mis argumentos para este plan, a mediano plazo y también otro propósito más serio.
Quiero trabajar una cualidad que me propuse tener bien entrenada cuando llegue al octavo piso.
Se trata de la flexibilidad.
Esta palabra, al igual que esa otra tan de moda y que me cuesta pronunciar, resiliencia, me da pesadillas, pues me recuerda mis clases de Resistencia de Materiales cuando estudiaba ingeniería civil en Caracas.
Flexibilidad, en términos humanos, es la capacidad de adaptarse.
Quiero llegar a los “ochenta y dele”, flexible, no solo de cuerpo sino de espíritu, y que cuando me digan, vente, vamos, sube, baja, móntate en la moto, en el avión, en el barco, en paracaídas, donde sea. Yo diga, voy, vamos, siempre. Sin poner problemas.
Aprendí hace poco, bellamente y brindando por alguien especial, que la flexibilidad es una sencilla manera de ser más felices, nosotros, y las personas a nuestro alrededor.
En conclusión, como ven, tengo dos proyectos a mediano plazo.
Y por si todavía se preguntan ¿por qué “Ah bueno”?
Luciré esa expresión en mi antebrazo para celebrar esa edad de oro, de alivio, de puro goce, de misión cumplida.
Mi mamá decía que después de los ochenta, uno ya está en la edad del ¡Ah bueno!
Y ¿por qué?, le preguntaban con curiosidad.
Porque cuando yo me muera, y pregunten ¿qué edad tenía?, 87…
– ¡Ah bueno!