Amigo azul, por Carmen Concha-Nolte

Azul llegó a la universidad sin pizca de zonzo y asombrado. Varios miramos su rezuma de melancolía, de vacío y lo ayudamos. Acompañada de una amiga cubrí su nido vacío, tan vacío que unos estudiantes buena gente desempacaron su hombría juvenil.

Parecía un diplomático con camisa alisada más un chofer a su servicio. Era alto, oriental, cándido en versión suprema. Sus ojos rasgados y español delicioso le imponían prestancia, pero cuando empezó a contarnos sus andanzas con los estudiantes buena gente, el color de su mirada rasgada cambiaba.

Como un tobogán, vimos su transformación de azul garzo a azulete intenso. Él nos contaba sus visitas a las casas «previo pago». Pasaba de un detalle a otro con su nariz apagada, pero se le encendía de vergüenza si lo mirábamos fijamente.

Azul dijo que las chicas de esas casas le tuvieron paciencia. Las describió: Eran bonitas. Fueron despacio… Una vez, turbado con el idioma, nos imaginamos, una fulana sacó un papel para simular algunas poses… Lo hicimos. Y nada. Pasó. Me puse pálido, sentenció. Nos mordimos la risa para que continuara detallando tornasoles, acrobacias.

Creí, cuando Azul decía sus torna- soles, necesitaba oler a limpio, a niño aún, porque nos buscaba como quien espera consolación, aprobación. Una tarde sentenció: ustedes son mis hermanas, y le creímos. En un puñado de días, cuando sintió aflorar los resabios esperados, se creyó hombre. Sin duda, con cada experiencia varonil sepultaba su niñez sobre un mundo clandestino. El día menos pensado, su padre, King acreditado, lo tomó, y no supimos si se lo llevó regañando, Core-a-ndo, canjeando Azul por Ilzú, su verdadero nombre.

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