En la fotografía aparecía un joven Manolo, al lado de un hombre altísimo de cara adusta que escondía sus manos en los bolsillos de una impecable bata blanca. A pesar de visitar frecuentemente a Manolo, yo nunca me había fijado en esa foto y me interesé en ella.
Manolo negó mi hipótesis de que él hubiera querido ser médico: “No soporto ver sangre”, me dijo con un gesto de fatalidad. La explicación era otra.
Hacía muchos años una amiga, que Manolo quería convertir en algo más, comenzaba a estudiar Medicina y le pidió acompañarla a su primera clase de Anatomía Patológica, una materia temida por todos, sobre todo por la fama de su eminente profesor.
El aula era un anfiteatro expectante en cuyo centro se alzaba un mesón. El profesor entró, se colocó frente a todos y con voz de woofer profundo advirtió que esa sería la clase más importante de la materia y que debían prestar toda su atención. De inmediato, un ayudante colocó delante del profesor una bandeja de vidrio y de bordes altos en la que despojos reblandecidos y viscosos flotaban en una marejada de líquidos de color indefinido. El woofer con bata aclaró que aquello era lo que quedaría de todo humano pero que se podía aprender mucho de ello.
─ Solo hay dos condiciones que deben tener para superar esta materia… ─ dijo mientras se remangaba la mano derecha y hundía uno de sus dedos en aquel marasmo ─… No tener remilgos … y una gran capacidad de observación.
Acto seguido el hombre se llevó la mano a la boca y se chupó un dedo. Una muda arcada general se adivinaba en el anfiteatro. Después de una pausa, el profesor invitó a algún voluntario que quisiera probar su vocación a hacer lo mismo.
El idiota de turno se levantó y, seguro de seducir con su arrojo al auditorio se acercó con paso atlético, se arremangó, metió la mano en el potingue asqueroso y luego se la llevó a la boca. Después de gestos de asco, varias tosecitas y el regreso del color a su rostro esperó el reconocimiento del catedrático quien, con gesto de cansancio, le anunció que acababa de reprobar la prueba porque si bien no tenía remilgos, no se había dado cuenta de que el dedo que el profesor metió en el caldo era distinto al que se chupó.
Para Manolo, aquella fue una de las lecciones de su vida: No tener remilgos y estar muy atento. De vez en cuando saca la foto del profesor para que eso no se le olvide.