Bestiario, por Álvaro Ríos

Mi nombre es José y soy escritor.

Bueno, solía serlo, pero eso quedó atrás, ahora disfruto del paraíso, sobre todo de los conversatorios literarios que de vez en cuando se hacen por aquí…

Hace poco, unos amigos me pidieron que les contara la anécdota sobre aquel asunto del Bestiario, uno de los mejores libros que se escribieron en México en el siglo XX y que por poco se queda en el tintero.

Nunca pensé en conocer a Juan, su autor, al menos personalmente. Para entonces la literatura ocurría en otro lado, en un sitio inalcanzable y al que sólo se podía ingresar gracias a unas revistas que editaban algunas universidades.

Un día, Carlitos, el Monsi, gran amigo, leyó unos cuentos míos ante un pequeño auditorio. Al finalizar dijo:

—Deberías mostrárselos a Juan.

—No me atrevo —le dije—, ¿tú crees?

—¡Tonterías! Yo mismo te presentaré con él.

Aquello fue una tremenda ineptitud. Carlitos hizo la cita, pero no concurrió, de modo que debí auto presentarme con el maestro. Le hice algunos comentarios y le entregué dos de mis cuentos. Para mi sorpresa los leyó allí mismo y quedó emocionado, dijo que los publicaría próximamente.

Así comenzó una larga amistad.

Años después nos encontramos en un café. Se notaba preocupado, había recibido un adelanto para la escritura de un libro y el plazo para la entrega estaba por vencer, además, se encontraba en imposibilidad de escribir debido a un bloqueo.

Faltando una semana para la entrega, y ya con el agua al cuello, una mañana me presenté en su casa. Cuando llegué mecía sus recuerdos en una hamaca. Luego de varios intentos para sacarlo de aquel estado, tomé papel, lápiz y una silla y me senté a su lado.

—Bueno Juan, no hay más remedio, o me dicta o me dicta…

El hombre se acomodó y comenzó a balbucear:

—La boa es irracional, como la que tienes en tu casa, José…

—Vamos Juan, que es en serio…

—Está bien, está bien, mejor empecemos por la cebra…

Entonces, como si el mismísimo Dios le soplara, el Bestiario comenzó a fluir de sus labios.

Y así, menos de una semana después, el libro fue una realidad y pudo ser entregado a tiempo.

Gracias a esos días siento que mi paso por la tierra fue justificado, de hecho, cuando llegué aquí, Pedrito de inmediato me interrogó:

—¿Nombre?

—José Emilio Pacheco para lo que se le ofrezca.

—Y, dígame, ¿qué hizo de relevante allá abajo?

—Fui escribiente de Juan José Arreola —dije orgulloso.

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