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Me lavo las manos con una curita que me puse para una cortada pequeña, y al secármelas me vino a la memoria el famoso mercurio cromo de mi infancia. Nadie lo llamó, pero vino solo y me trajo el recuerdo de mis rodillas siempre tan maltratadas.
En realidad, lo malo del mercurio cromo era nada más que manchaba, no dolía. El verdadero “coco” era el merthiolate, que ardía como las llamas del mismísimo infierno.
Nuestros hijos no conocieron estos potros de tormento, porque ahora hay sprays antisépticos que limpian sin doler ni dejar marcas y curitas decoradas.
Tampoco ni se imaginaban que la emulsión de Scott durante mucho tiempo no tenía gusto a naranja y que era el otro terror de nuestra infancia. Yo era gordita, así que no pasé por ese horror, pero a mi primo Jóse, a quien mi papá llamaba “huesito”, lo agarraban una por las manos mientras otra le tapaba la nariz para que abriera la boca. Como se los estoy contando. Si hubiera sido hoy, mi tía y la mujer de servicio hubieran ido presas por terrorismo infantil, y el pediatra por autoría intelectual, pero para los niños de la categoría “enclenque”, aquella era la receta.
Total que crecimos jugando en la calle y ajenos de cualquier juego que no fuera de nuestra propia autoría, pero lo que eran la botella del hombre del bacalao y los fulanos frasquitos rojos nos acechaban como fantasmas.
No recuerdo quién de nosotros dejó caer una botella de mercurio cromo en la alfombra de la sala, pero el caso es que desde ese día se consagró por decreto montarle una poltrona encima, secreto sumarial de familia, y cuidado con contar…
Jugarretas de la memoria, estas cosas del mundo de dientes de leche, el olor a pollito e invariablemente candidatos a la regadera que hoy me vinieron a visitar mientras juiciosamente me lavaba las manos. Que quede claro que yo no las andaba buscando…

Fue Directora Ejecutiva de la Fundación Andrés Mata de El Universal de Caracas, y Gerente del Centro de Documentación de TV Cultura de São Paulo. Es autora de varios libros y crónicas.
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