
El abrazo de buenas noches, 1880
Así que aquí estoy, develando recuerdos coruscantes de quien iluminara mi vida y la casa: ella y solo ella. La primera vez que ella brilló ante mí fue cuando le daba de lactar a mi hermana. La alimentaba mientras ejercía el rol multiusos: cambiar, peinar, arropar, tender, preparar… y todo a punto.
En una fiesta familiar, fue la segunda oportunidad que refulgió su belleza. Sus ojos verdes coruscaban sin cesar. Entre su guardarropa, un vestido color cielo jaspeado le dio rango de reina. Gracias a esa elegancia y finura yo conocí la estética. Vestida con distinción, ella recordaba sus «retretas» por la plaza. Desde pequeña y bien portada, tocaba el piano divinamente. Sus deseos de ir al conservatorio y/o estudiar farmacia se truncaron.
La tercera vez que brilló, única y trascendental, fue cuando encontré sus diplomas empolvados en la azotea de la casa. Los repasé uno a uno, lloré y me dije «cocinar no será mi prioridad». En casa, dejaba medio quemado el arroz, así evitaba asuntos que repelía. Con el tiempo, ya casada y en otro país, ella me decía: «Está sabrosa tu comida, hijita, te has esforzado». Creo merecer algo coruscante de ella.
El atado de advertencias, para todas sus hijas, resume la enésima vez que dio tesoros coruscantes: amar a Dios, ser noble, amable y no mentir… No olvido las riñas por llegar tarde o vender fotos a vecinos. Los ciclos dolorosos no los cuento por vergüenza.
Coruscante, mi madre.

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