Interpreté la invitación de Manolo como un acto de desagravio por someterme la semana anterior a la tortura de comer un creativo plato de macarrones que su ingenuo sobrino preparó para deslumbrar al mundo de la gastronomía y cuya receta espero que se haya incinerado.
La mesa parecía el escenario de un rito iniciático samurai. Minimalista y exquisito. Después de los saludos de rigor y un primer brindis, Manolo colocó en el centro un platón cubierto con tapadera de plata que, con un gesto dramático, levantó para revelar el tesoro.
¡Un Tomate!, solo eso. Aunque la verdad es que, para ser honesto, era un tomate fuera de lo común. Debería pesar cerca de 400 gramos y su brillante rojo apenas estaba manchado por la parda cicatriz del pedúnculo. Manolo comenzó a cortarlo en parejas rodajas con un largo cuchillo. Yo permanecía hipnotizado viendo el filo abrirse paso y dividir las aguas, la piel, la pulpa y las semillas.
Mi amigo repartió las porciones entre ambos y luego las regó con aceite de oliva y sal gruesa. Apenas hizo un gesto para iniciar la ceremonia y yo ya estaba cortando el primer trozo y metiéndomelo en la boca. Era como masticar un suave cristal de azúcar rojizo con el punto exacto de acidez para equilibrar su dulzor. La fina piel apenas resistía el embate de los dientes y desaparecía como por arte de magia y, al tragar, la boca se llenaba de una nebulosa de aromas que se quedan contigo, que buscan refugio en tus senos nasales y que graban la experiencia en tu cerebro.
Nos dimos un tiempo laxo como para terminar el plato, no era momento de apresuramientos. Al finalizar, Manolo me explicó que estaba cansado de escuchar y vivir en carne propia que los tomates de ahora ya no saben a nada y entonces tomó la iniciativa de buscar las mejores semillas en alejados campos para sembrarlas y cuidarlas amorosamente sin químicos y ahora nos habíamos acabado de comer su trabajo.
─ Creo que es bueno pensar en hacer lo posible, aunque no sea lo ideal ─ concluyó.
Comprendí que no es posible esperar de las industrias el cuidado de Manolo. También comprendí que no había nada más qué comer y cuando traté de llevarme alguno de los tomates que todavía colgaban en la planta vi el largo cuchillo en la mano de Manolo y comprendí que era hora de marcharme.