La cultura japonesa ha ejercido un fuerte hechizo sobre mí. Me admira su capacidad de convertir tejidos, armaduras, platos de sopa, armas o tazas de té en obras de arte. Me seduce su minimalismo, su solemnidad y su sentido del honor. Quizás todo esto pertenezca al pasado, aun así, me sorprendo al encontrar sorpresas como los bonsáis o las transcripciones de Bach para instrumentos como el Koto y el Shakuhachi, aunque sin llegar a pensar que “alguna vez fui japonés”.
Comparto este sentir con Manolo, pero cuando me dijo que iba a hacer un curso de ninja, la imagen de Manolo disfrazado de noche, volando entre tejados, lanzando certeros shuriken (esas estrellitas afiladas) o jugando con el nunchaku que usaba Bruce Lee sin saltarse todos los dientes sobrepasan mi capacidad de imaginar. Yo estaba seguro de que lo del curso de Ninja era una metáfora.
Casi me caigo de la silla cuando, una semana después, en medio de mi almuerzo y mientras estaba concentrado en cortar una carne más dura que un corazón de hielo, Manolo afloró de la nada sentado y sonriente frente a mí.
Manolo no tenía ninguna intención de convertirse en ninja, por supuesto, pero había experimentado en el curso la fuerza del silencio y de la invisibilidad. En un mundo donde estamos empeñados en hacernos visibles y no parar de “comunicarnos”, el ejemplo de quienes simplemente aparecen, actúan y desaparecen de forma anónima le resultaba particularmente interesante.
Dejando de lado que los ninjas eran guerreros destinados al espionaje, sabotaje y hasta asesinato, Manolo se fijó en su forma de actuar más que en las razones de su actuación y le dio por pensar que podemos emular su sentido de lo anónimo, no como secretismo sino como triunfo sobre nuestra vanidad individual. También podemos contagiarnos de su silencio para sentir el poder que ese silencio tiene y la posibilidad de hacernos “invisibles” nos ayudaría a no estar pendientes de la imagen que proyectamos.
En otras palabras, Manolo estaba más que satisfecho por haberse acercado a las herramientas del ninja y encontrarles un buen uso en su vida. Lo de disfrazarse de negro y saltar por los techos lanzando flechas no era importante.
Hice un gesto al camarero para pedirle agua y pasar el trago, pero al volver a girar la cabeza, Manolo ya había desaparecido. Solo le había faltado hacerlo en medio de un estallido y una nube de humo.