Entre los ecos silenciados de Alejandría, los conocimientos se desvanecen como las páginas de un libro que Borges soñó escribir. Sabemos, o creemos saber, lo que sucedió en aquellos años tumultuosos, cuando las llamas decidieron reescribir la historia del saber humano.
Los rollos y códices, testigos de todo el conocimiento antiguo, sorprendidos por el fuego que los convirtió en cenizas, nos hablan de una sabiduría interrumpida. Como en El Aleph, cada texto de la biblioteca contenía un universo diferente, pero todos confluían en ese espacio sagrado del saber.
La narrativa romántica que hemos construido alrededor de esta pérdida – el conocimiento universal, los secretos eternos, la sabiduría antigua – quizás sea nuestra propia invención, nuestro intento de dar sentido a la tragedia cultural. ¿No es acaso toda interpretación histórica una forma de consuelo? Tal vez, como sugeriría Borges, la verdadera biblioteca no es la que ardió en Alejandría, sino la que reconstruimos en nuestra imaginación, rollo tras rollo, palabra tras palabra.
Los catálogos fragmentados son como capítulos de una enciclopedia interrumpida, congelados en medio de su narrativa, esperando que alguien complete su contenido. Y nosotros, herederos de estas ruinas, seguimos tejiendo historias románticas sobre la pérdida del saber universal, porque necesitamos creer que incluso en la destrucción hubo trascendencia, que el conocimiento persiste más allá de sus soportes materiales.
Y, sin embargo, los historiadores han venido argumentando que la biblioteca no desapareció en un único evento catastrófico, sino que se fue perdiendo gradualmente, entre guerras, abandonos y desidia. Nuevamente llamo a Borges para recordarnos que cada biblioteca es infinita y que la pérdida de una puede ser el nacimiento de muchas otras en la mente de quienes sueñan con ella.
Y tú, querido lector, ¿qué conocimientos elegirías preservar, o inclusive olvidar?