Aquel chirrido se convirtió en un estremecimiento en todo mi cuerpo.
También en mi memoria.
Olores, colores, sonidos, grima, me trasladaron a mi salón de primer grado.
La maestra escribía sin parar, palabras, gráficos, “pensamientos duros”, como los describió una vez mi hijo a sus ocho años en un poema que compartiré al final, producto de aquel “taller de poesía obligada” con que torturaba a mis hijos desde muy tierna edad.
La clase fluía con interés y los alumnos miraban con atención, yo quizás, con la ensoñación que me caracteriza. La maestra borraba el pizarrón y volvía a escribir sobre la superficie limpia.
Yo pensaba, ¿adónde fueron a parar todos esos conocimientos que desaparecieron en un tris para ser sustituidos por otros, y otros?
A mi alrededor, mis compañeros tomaban notas. Yo movía el lápiz, fingiendo que estaba comprendiendo todo.
Volví en mí. Terminó la clase.
Me sentí despertando del túnel del tiempo.
Frente a mí, en el pizarrón, lo que semejaba los restos de una explosión, fragmentos de arco narrativo, escombros de puntos de vista y estructura en tres actos, gráficos rotos que semejaban más una clase de mecánica cuántica que el Taller de Novela en el cual me registré hace poco.
Si así se escribe una novela, pensé, creo que la mía va a quedar inconclusa.
Sin embargo, en estos tiempos donde todo es una pantalla, encontré la experiencia de tiza y pizarrón, fascinante.
Además, fue una vivencia que me trasladó a aquellas tardes caraqueñas, mirando al Ávila, junto a mis hijos de seis y ocho años, cuando escribíamos poemas “a la fuerza”, y de donde surgieron verdaderas obras maestras.
Tal como prometí al comienzo, treinta años más tarde, los dejo con el aliento poético de un niño de ocho años, mi hijo.
EL PIZARRÓN
Los pizarrones con sus duros pensamientos
con ese verde fuerte
con tales pensamientos duros.
Grima en las uñas con aprendizaje
de sabiduría y con las tizas alérgicas.
Santiago Pérez Henríquez (1996)