Una de mis muchas bendiciones sin duda fue haber compartido con mi mamá, Lulucita, sus últimos cuatro años de vida.
Durante este tiempo, la línea genealógica se hizo confusa, lo que me hizo que de hija pasé a ser mamá y a través de ella regresé a los días de infancia de mi Ceci. Solamente quien lo vive puede entender.
Reviví la emoción que sienten los pequeños con un par de zapatos nuevo, o con un regalito traído de la calle. Cantamos mucho juntas, le prometí su pijama preferida a cambio de que se bañara. En fin, había aprendido a ser mamá con mi hija y ahora me tocaba ser mamá de mi mamá. No sé si eso me convertía en mi propia abuela, pero tampoco me molesté en averiguar.
Al lado de la iglesia a la que la llevaba había un bazar de caridad, más que nada de donaciones recibidas en la parroquia. Era muy divertido curiosearlo, y después de la Misa, Lulucita y yo nos metíamos a jugar con el pasado de los otros.
Un día se encontró un portamonedas de ostensible recorrido, y se distrajo abriendo el cierre y revisando lo que podría haber adentro. Fascinada y nuevamente en su rol de mi niña, me pidió que se lo comprara. “¿Qué vas a hacer tú con eso, Lulucita”?, le respondí yo en mi papel de mamá.
“No sé, pero mira, ¡es chino!”.
El tiempo se rebobinó por arte de magia y deshilaché en fracciones de segundo la enorme diferencia que para cada una de nosotras significaba que algo fuera chino.
Para Lulucita ser chino se asociaba a vajillas de porcelana maravillosas, flores de té deshidratadas que se entregaban generosas al agua caliente, con una cultura que se perdía en el tiempo. De modo que ajena al surgimiento de los mercados asiáticos o del nuevo orden económico, ese portamonedas raído y al más bajo precio posible era un verdadero tesoro.
Salimos del bazar fascinadas. Ella con su portamonedas chino y yo con una sensación de ternura que no conocía desde los tiempos de dienticos de leche de mi niña. ¡Mi Lulucita inolvidable!