
El genio en la botella
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Cuando la vida te deja de sonreír lo más probable es que arrugue la cara y te ponga en un autobús con destino hacia el lado oscuro. Particularmente llevaba rato en eso, pero aquella madrugada, cuando el sol demoraría un poco más en desalojar la noche pegajosa, un ruido seco lo despertó: un Fitipaldi, una especie de Quijote moderno, sostuvo una bronca con un poste. En medio del tedio miró hacia el sitio del accidente. La parte frontal del auto, abollada como un acordeón, parecía salpicada por un rocío espeso, como esos que se aprecian cuando se entra a un baño turco.
Se disponía a retornar al sueño cuando de pronto miró la botella de la que había estado bebiendo. Le atrajo su color azul intenso que antes no había advertido. La tomó, bebió el pequeño sorbo remanente y luego la revisó con detenimiento. No parecía común, era más bien llamativa, a la altura de un florero. Quiso leer la etiqueta, pero tenía una mancha leve, de modo que decidió frotarla. Mientras lo hacía algo extraño ocurrió: de pronto el ambiente se llenó de humo y enseguida escuchó una voz:
—Pide tres deseos —dijo—, que en breve te serán concedidos.
—¡Qué rayos! ¿Quién es usted?
—El genio de la botella, anda, pide los deseos que no tengo toda la noche.
—¿Acaso es una broma de cámara escondida?
—Por favor, hombre, no seas tan suspicaz, anda, inténtalo.
—Muy bien, sabes, me muero de hambre. ¿Qué tal una hamburguesa?
—¡Hecho!
Entonces, a su lado, apareció un platito y sobre éste la hamburguesa más jugosa que uno pueda imaginar.
—Las papitas son cortesía de la casa —añadió el genio.
El hombre comió con premura.
Cuando terminó, el genio preguntó:
—¿Listo para el segundo deseo?
—Sabes, el frío es terrible, deseo una chaqueta.
—¡Concedido!
El hombre palpó su pecho y notó que, efectivamente, vestía una chaqueta cómoda y muy a la moda.
—¡Excelente! —dijo—, ahora pediré mi tercer deseo, y es que me concedas tres deseos más.
—¡Vaya! Así que pretendes entrar en una espiral sin fin, ¿eh?
—¿Qué comes que adivinas?
—¿Puedes ver a esa anciana que viene allí? —preguntó el genio señalando al otro costado.
—No —dijo el hombre que, al retornar la mirada, se dio cuenta de que el genio y la botella se habían esfumado.
El hombre se llevó las manos a la cabeza, dejó escapar un improperio descomunal y segundos después guardó silencio. Miró hacia el piso. El platito, que se balanceaba suavemente mientras el viento intentaba hacerlo planear, aún permanecía a su lado. Sobre éste, solitario, reposaba el último trozo de papa frita. Lo tomó y se lo llevó a la boca.
—Ya sabía yo que esos genios son cualquier cosa menos gente seria —se dijo para sí—, al menos a ese imbécil le saqué el desayuno.

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