
El garito (detalle), 1883
Fuente: https://www.artrenewal.org/
Desde hace más de treinta años, don Ezequiel juega al mismo número en la lotería. Sin falta. Ni la gripe, ni los apagones, ni la inflación lo han disuadido. Los miércoles y los sábados, ahí va, boleto en mano, fe intacta. Nunca ha ganado. Ni un mísero reintegro.
Al principio, la familia intentó disuadirlo. Le hablaron de probabilidades, de nuevos comienzos, hasta de terapia. Con el tiempo, dejaron de insistir. Era como intentar convencer a un roble de que florezca.
Un día, su nieto menor, que aún conserva esa mezcla peligrosa de curiosidad y lógica infantil, le pregunta:
—Abuelo, ¿por qué sigues apostando al mismo número si nunca te ha salido?
Don Ezequiel lo mira con una mezcla de ternura y lástima. Suspira. Y responde con la serenidad de quien ha hecho las paces con el universo:
—Porque sería infinitamente peor que ese número saliera el día que yo dejara de jugarlo.
Desde entonces, el niño entendió algo crucial: hay cosas que uno no hace por esperanza, ni por estadística. Las hace para no darle al destino la satisfacción de un “te lo dije”.
Y así, entre superstición y terquedad, disfrazada de perseverancia, don Ezequiel sigue apostando. No por ganar, sino por no perder de otra manera. Un poco como lo hacemos todos a lo largo de nuestras vidas.

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