
Fuente: https://numerabilis.u-paris.fr/
Al odontólogo hay que asistir siempre, dos veces al año si tiene una boca delicada o una vez en caso de buena dentadura, incluso en ausencia de molestia o dolor. Eso fue lo que expresó la doctora la primera vez que fui a su consulta hace ya mucho tiempo.
Pero sucede que normalmente me hago el desentendido, de modo que el paréntesis siempre ha sido amplio; sin embargo, el dulce rostro de la doctora lo vale, es una buena manera de ponerle fin a tantas noches de molestias e insomnios.
Es curioso lo que ocurre cuando uno entra al consultorio. Lo primero que desearía es intercambiar alguna frase con la doctora, pero se muestra esquiva y poco locuaz, prefiere tomarse unos instantes para llamar a su casa y preguntar qué rayos habrá para el almuerzo. Luego susurra algo a su asistente. En fin…
Desde luego, no puedo pretender que al nomás entrar me trate de forma empalagosa como lo haría un Teletubbies ni nada por el estilo, ni que yo fuera el Tom Cruise de los ochenta; pero bueno, para algo debería servir un rostro tan bonito, ¿no les parece?
Cuando finalmente me encuentro reducido a esa horizontalidad desesperante, es cuando se atreve a decir algo:
—¿Cómo está su primo, el ingeniero?
—Bien, supongo —le hago saber—, hace unos días se fue del país. Tenía tanto afán que solo se llevó la mitad de sus cosas.
—Y la mitad de mis honorarios —dice muy seriamente—, por esa razón el crédito ha sido suspendido hasta nuevo aviso.
—Créame que lo siento…
Luego de un rato comienza el desfile de sonidos: chasquidos mecánicos, aire comprimido, utensilios que parecen trepidar en una bandeja… Seguidamente una inyección, desagradable, por cierto, pero por suerte fugaz; y luego el ronroneo, muy distinto al del michi que tengo en casa: aquel me ayuda, me consuela; este parece como si viniera de lejos solo para despertar terrores infantiles.
Después de unos minutos ya no es un ronroneo sino un insecto metálico que vibra y chilla en mi boca. De pronto soy prisionero del tiempo, un nervio es alcanzado y siento como si me pincharan la médula ósea. Entretanto mis manos se aferran a los costados, como si con ello evitara caer desde un acantilado.
El sonido penetra la conciencia, parece una reprimenda por mala conducta, pero en breve un vasito, tan pequeño como un dedal, te salva como la campana al boxeador que ha recibido un derechazo explosivo en la mandíbula…
Un escupitajo, el primero, es como el perdón de los pecados cometidos en lo que va de año…
Luego de un rato el ruido ya no es tan hondo, ahora parece formar parte del cuerpo, y quedo en blanco, en el olvido, creo que la doctora se ha ido de largo con la anestesia, me voy, me fui, adiós…
En aquel espacio, tan gris como un día lluvioso, un rostro abultado me mira con inquietud.
—Esto no me gusta nada —dice—, la inflamación es extrema, por la boca será imposible. Tendré que llegar a semejante bulto a través del oído, para ello tendré que perforar el tímpano. Va usted a quedar sordo de ese lado, pero véalo de forma positiva, podrá seguir comiendo como lo hace usualmente. Usted tranquilito, ni siquiera respire… Bueno, ya está, hemos terminado. Aquí tiene su cadena de huesecillos, ya sabe, como recuerdo. Vuelva el viernes a primera hora para revisarlo.
—¿Quién se está marchitando? —pregunto mientras cabeceo de lado a lado.
—Nadie —dice—, que debe regresar el viernes para revisarlo; ah, y envíele saludos a su primo de mi parte.
—Claro, seguro…
Aún aletargado, abandono la horizontalidad y me despido. Al salir a la calle me detengo en la parada de autobuses. Antes de abordar una unidad me reviso el oído izquierdo: arriba, abajo, presiono, libero… Todo parece estar bien y en su sitio; sin embargo, el cigarrón metálico sigue allí, agujereando, dispuesto a chirriar por el resto del día.

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