Esos años en Buenos Aires, ordenado en sus hábitos, sigue una estricta rutina diaria. Se levanta temprano, toma un baño, ligero desayuno, lee los periódicos La República y The Standard, mientras bebe su café. A las ocho pasea con su perrito Pinky por la Plaza Dorrego y El Retiro, para saludar militarmente la estatua ecuestre del general San Martín. Regresa a casa, duerme siesta, recibe clases de inglés con Miss Warner y por las tardes, en sus momentos de soledad, cuando no está redactando cartas, afina el violín para interpretar clásicos que le traen a la mente recuerdos alegres, como el Canto de las sabanas, melodía patriótica con el mismo ritmo que la Carmañola Americana, himno de la rebelión de Gual y España, o esas óperas italianas que tanto le gustaban a Barbarita.
En casa de Alfredo Esteban Carranza, donde es agasajado con invitación para codearse con los más notables porteños, deslumbrando al anfitrión y sus acólitos, narra fragmentos de sus andanzas militares. Deleita ver esa figura imponente en las reuniones, aún robusta, vistiendo uniforme de gala, condecoraciones y la espada que le regaló el rey Guillermo IV de Inglaterra.
Siempre afable, cariñoso y sonreído, el anciano José Antonio Páez relata sus andanzas a recitar corridos llaneros repletos de rimas ingeniosas, hasta tomar asiento en el banquillo del piano para teclear y tararear piezas andaluzas, o hacer estallar su poderosa voz de barítono, cantando a todo pulmón el Miserere de Trovador o La dona é mobile de Rigoletto, pues sus óperas predilectas son las de Verdi.
Tan dulce retiro es música para sus oídos. El sueño de vivir sus últimos días en Buenos Aires, y, en un futuro no muy lejano, ser enterrado con honores en cementerio de La Recoleta, sirve como inspiración para componer cuatro melodías, convirtiéndose en autor de un repertorio conformado por un fandango, joropo con múltiples voces a dos arpas, un vals lento para canto y piano titulado Escucha Bella María, y otro llamado La Flor del Retiro.