Mi hermano se dispuso a hacer el desayuno para nosotros, sus hermanos y huéspedes, en estas festividades.
Esa mañana el menú era panquecas, para hacerle los honores a una harina muy especial, proveniente de las praderas de Alberta, obsequio de mi hija, junto a un maple syrup muy fresco, casi recién extraído del árbol.
Mi hermano seguía al pie de la letra las instrucciones para preparar la mezcla, mientras los demás nos sentamos a su alrededor en entretenida tertulia y en nuestro muy habitual estilo de manejar cuatro conversaciones a la vez, hablar todos al mismo tiempo, y no obstante entendernos de maravilla, cosa que a mi muy británico esposo siempre le maravilló.
Nuestro anfitrión puso la fina harina, los huevos, la mantequilla, leche y todas esas delicias, en la licuadora y anunció que tenía que batirlos en high por tres minutos.
Nosotros ni nos inmutamos y seguimos la conversación, solo que a un volumen más alto.
Frases y sílabas aquí y allá, me salpicaban. Después de vivir tantos años en Canadá, entiendo mejor a mi difunto esposo.
Al final no supe qué estábamos triturando con más eficiencia, la mezcla que se agitaba en la licuadora o las palabras.
Finalmente, el desayuno estaba servido y las gloriosas panquecas estaban esperando por los voraces comensales.
¡Al ataque! Fue la orden tácita.
Nadie articuló ni una sola palabra más.
Se detuvo el tiempo.
Se hizo un breve, pero entrañable silencio que me supo a recuerdos, a familia.
-Pásame el Maple Syrup – dijo mi hermano.
En segundos, nos envolvió de nuevo nuestro delicioso bullicio.
Pura alegría.