Definitivamente la culpa reposa en los hombros del poeta Rossitto.
Todo comenzó aquella mañana cuando lo conocí. Fue durante una reunión de trabajo en la que se trató un asunto que ya olvidé… Lo que sí recuerdo es que en aquella época yo sabía de poesía lo que mi abuela de física cuántica.
Hoy en día no es que sepa mucho, pero gracias a él sé un poco… Incluso hasta he llegado a creerme poeta. Y, por andar en esas, puedo asegurar que la poesía duele.
¿No me creen?
Continúen leyendo y verán:
Luego de leer a tantos poetas, algo como que se pega…
Un día leí un anuncio en La Prensa de Lara. La nota invitaba a los poetas del país a participar en un concurso auspiciado por la alcaldía de Guarolandia. El premio consistía en 200 dólares; además, el ganador debía leer su poema en la noche de gala de celebración de un año más de la dinastía del Burgomaestre.
Le mostré el recorte del periódico al poeta Rossitto; sin embargo, no se animó, dijo que a los alcaldes les sobra todo, excepto seriedad.
Entonces pequé de engreído: yo sí me animé.
Un mes después recibí una llamada. Dijeron que había ganado el concurso y que debía asistir, sin falta, la noche del viernes a la sala de actos de la alcaldía para recibir el premio y recitar el poema.
Ese día, por la tarde, fui a un concierto en el Teatro Juárez.
Justo antes de entrar conocí a la chica más linda que había visto en mi vida. Era tan simpática que parecía dueña del mundo. Reía y hacía gestos maravillosos con las manos. Y me miraba, y yo la miraba. Le pregunté su nombre, Débora Falcón, dijo. ¡Qué suertudo!
Entramos al concierto.
Al salir me di cuenta que iba retrasado, de modo que me despedí y eché a correr…
Minutos después arribé al salón. El acto ya había iniciado; sin embargo, la parte del premio había sido programada para el final de la jornada.
Luego de casi dos horas de arengas, entrega de diplomas, proyección de videos y falsos aplausos, llegó el momento: me llamaron al estrado. Subí. Casi me muero cuando anunciaron que la hija del alcalde sería la encargada de entregar el premio. La joven se puso de pie y caminó hasta la escalera. Cuando alcanzó la tarima ya no tenía duda, era la mismísima Débora, la de hacía un rato… Me hizo entrega de un sobre. Y no sé por qué, pero cuando se acercó percibí que la muchacha se había enamorado de mí. Ustedes dirán que estoy loco, pero, ¿quién no?
Seguidamente el salón se inundó de silencio: era hora de leer el poema.
Procedí:
—Bendita sea el agua que baña tus &&tas.
No se rían.
Tal vez no lo crean, pero eso fue lo que dije en vez de decir:
“Bendita sea el agua que baña las fresas”
La gente se aglutinó en un siseo resonante que hizo temblar mis piernas…
De pronto tres tipos se me vinieron encima. Uno de ellos me quitó el sobre con los 200 $ y los otros me agarraron y me sacaron a patadas del salón hasta un furgón que yacía estacionado en la calle.
Débora siempre estuvo presente durante aquellos minutos interminables.
Finalmente, uno de ellos me propinó un trancazo en el trasero a la vez que le indicaba al chofer que me dejara en el terminal de pasajeros y que se asegurara de que saliera de los límites del estado, porque si no, él sería el próximo.
Antes de que el furgón arrancara, advertí que Débora permanecía de pie, mirándome. Dijo “adiós” con una mano, y luego, con la otra, trazó un círculo diminuto a un lado de su pecho.
Hubiese deseado saber qué quiso decir, pero para entonces me dolía tanto el cuerpo que todo lo demás me importaba un rábano.