¿Qué es el lujo? Árabes y dubaitíes sobrevuelan en helicópteros los hoteles y restaurantes pomposos ubicados en el tope de los más elevados rascacielos del mundo y regalan a sus mujeres carteras Prada y joyas Van Cleef & Arpels que lucen en las residencias de marca Armani o Bulgari; los habitantes del Principado de Mónaco conviven con el ronquido de los Ferrari en los que los visitantes dan breves paseos hasta la glamorosa Plaza del Casino o el ronroneo de los motores de los yates de gran eslora Lürssen o Azimut Benetti que atraviesan la bahía; indios y pakistaníes hacen cola frente a la tienda Louis Vuitton de Champs-Élysées y los mexicanos esperan meses para comer en el ambiente palaciego del restaurante Le Meurice Alain Ducasse de París. Todos estos lujos, sin embargo, son el fasto del pasado, remiten a la suntuosidad y a la abundancia en el adorno, o a aquello que supera los medios económicos de la mayoría.
Los lujos del 2025 recogen, por el contrario, las otras acepciones de la palabra. Se refieren a aquello que es más difícil de conseguir, a lo excepcional y extraordinario, al refinamiento y la sensibilidad, a las vivencias que aportan las más altas prestaciones para el individuo. Y en el mundo sobrepoblado en el que vivimos, los verdaderos lujos son, ahora: la desconexión, el silencio, la intimidad, la soledad, la concentración, un manojo de valores muy particulares ligados por el distanciamiento de lo colectivo.
A diferencia del furor adolescente por la conectividad, lejos de la necesidad de estar enlazados a Internet y a las redes todo el tiempo, ahítos de información en una época en la que ya es imposible desligarse del trabajo en el trayecto intercontinental de un largo viaje en avión, el nuevo lujo es alcanzar lugares donde no llegue señal satelital, conseguir espacios en los que podamos desaparecer, desentendernos de todo. Alcanzar geografías raras, excepcionales, sin seres humanos, meditar durante días en absoluto silencio, contemplar una obra de arte en la intimidad, sin las muchedumbres orientales en los museos, concentrarse en un solo pensamiento tras el cual podamos oír, apenas, el débil silbido del viento, conseguir momentos de inmovilidad. Y estas experiencias, vivencias substanciales del ser humano atadas, por lo general, a sitios naturales o a la incomodidad y la precariedad, son los nuevos lujos, no solo porque un público refinado empiece a pagar por ellos como si fueran joyas, sino porque facilitan el espacio psíquico para dibujar nuestra individualidad.