Gente que Cuenta

Marquesa, la aristócrata, por Ana Vidal

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Jacob Jordaens (1593-1678)
Escena de cocina, s/f

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  A todas las damas de la casa (con la honorable excepción de mi madre) les encanta cocinar. De comer ni se habla.  Somos cuatro hermanas y un solo hermano, por cierto, el más joven y con una enorme diferencia de edad.

En mi familia la cocina era, hasta hace muy poco, un territorio de mujeres. Era el reflejo de una buena usanza provinciana, llena de atavismos clavados en la piel como hierros candentes. Los hombres de las generaciones anteriores a la mía pasaban por allí como vagos turistas, con una mezcla de curiosidad, respeto y miedo, pero también con la mal disimulada superioridad de quien no necesita conocer los medios para gozar plenamente de los fines. No recuerdo haber visto a mi padre (ni qué hablar de mi abuelo) metiendo un dedo curioso en las masas aún crudas de las tortas de Navidad, o destapando ollas y sartenes sobre el fuego, anticipando los placeres que le abrirían las puertas del paraíso en un par de horas. A lo sumo, recuerdo tal vez verlo los días de fiesta asomarse por la puerta entreabierta de la cocina indagando sobre el avance de las obras maestras que allí nacían de la mano de Lúcia y sus actores secundarios, entre los que siempre estábamos incluidos.

Nunca lo vi con un delantal, en la estufa o tan siquiera ayudando a cortar la carne. Nunca, jamás. Su papel indiscutible -que en todo lo demás, en buena justicia, era todo menos machista- era el de juez supremo, al frente de la gran mesa del comedor, levantando o bajando el pulgar ante los manjares que pasaban por su paladar. Era un auténtico gastrónomo: comía poco y muy despacio, saboreando cada bocado de su plato con visible deleite. Su lema, que nos repetía cada vez que nos impacientábamos con el arrastre de las comidas, era “Nadie envejece nunca en la mesa”. Hoy lo entiendo muy bien y estoy de acuerdo con él, pero a la edad en que cada minuto es poco para jugar, tanto tiempo en la mesa nos parecía una tortura y un desperdicio absoluto.

Con este ejemplo, uno esperaría que mi hermano no fuera en lo más mínimo sensible a las artes culinarias. Era un benjamín mimado, un niño pijo. Se esperaba lo peor: un personaje naturalmente insoportable, que resultaría de tantos cuidados y prebendas de un principito sobreprotegido, y mucha distancia de las obras de Hércules entre ollas y cacerolas. Pero, sorprendentemente (o quizás no), sucedió lo contrario: el cómodo y seguro capullo de la cocina, donde pasó gran parte de su infancia, mantuvo intacta su atracción. Hasta el punto de que acabó siendo el único de nosotros que se tomó en serio su pasión familiar, hizo un curso de alta cocina y se decidió por esa profesión. Él es quien ha resucitado algunas recetas familiares que hacía tiempo que no hacíamos. Entre ellos, esta Marquesita, la mejor y más sofisticada mousse de chocolate que he probado. Cuesta algo de trabajo, es verdad, y quien dice algo dice mucho, pero las cosas buenas de la vida pocas veces vienen sin él.

Aquí está el camino hacia el deleite:

  1. Tarta: 6 yemas de huevo y 3 claras; 6 cucharadas de azúcar; 1 cucharada de harina
  2. Mousse: 250 g del mejor chocolate negro en tabletas; 100 g de azúcar; 175 g de mantequilla (ablandada); 4 huevos; una cucharadita de sal gruesa.

Tarta: Batir las yemas con el azúcar, luego agregar las claras (en punto de nieve) y finalmente agregar la harina, mezclando bien, pero sin batir. Llevar a horno medio sobre una charola bien engrasada hasta que esté cocido. Desmoldar sobre un paño húmedo espolvoreado con azúcar, enrollar aún caliente y dejar enfriar.

Mousse: Derretir el chocolate al baño maría y trabajarlo con una cuchara de madera hasta obtener una crema suave y aterciopelada. Dejamos que se enfríe un poco, añadimos el azúcar y luego la mantequilla (previamente batida muy bien, hasta que quede cremosa), y por último las yemas y las claras en punto de nieve. Luego bate todo esto, con batidora de mano o eléctrica, y reserva.

Cortar la tarta (ya fría) en rodajas de 1 cm de ancho aproximadamente, y forrar con ellas un bol redondo, sin apretar demasiado las rodajas. En el medio, vierte la crema de chocolate y se mete en la nevera hasta que se endurezca. Son necesarias al menos 4 o 5 horas de refrigeración, pero lo ideal es hacerlo la noche anterior. Desmoldar sobre un plato redondo y cortar en rebanadas desde el centro, como una torta.

Nota: Es un postre costoso y laborioso. Pero te aseguro que vale la pena cada centavo y esfuerzo que se invierta.

Ana Vidal
Ana Vidal (Lisboa,1957) estudió Comunicación, Marketing y Publicidad y se ha desempeñado como periodista, copywriter, cronista, letrista y otros istas, porque una mujer no cabe en una sola piel. Juega con palabras desde que se conoce, por gusto, impulso e necesidad de equilibrio. Apasionada por el universo de la lusofonía, sus otras pasiones son el mar, los viajes, la música y la cocina. Es miembro de la Sociedad Portuguesa de Autores y del Pen Club Portugués. Tiene libros publicados y otros cocinándose. Vive en Sintra, pero podría vivir en cualquier otra parte del mundo.
anavidal7@gmail.com

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