Mi aurora,
por Lucy Gómez

Era una cinta rosa encuadrada entre dos fajas de cielo azul claro que cubría toda la orilla del mar. La veía desde la ventana del autobús, donde viajaba en una noche europea de esas que parecen días, porque el sol no se termina de ir, al borde del Mediterráneo.

El rosa era raro, pero no le di mayor importancia. Atribuí el asunto a que no conozco bien el verano del Maresme y punto.

Al día siguiente, el “asunto” fue noticia en todas partes. Lo que había visto era una aurora boreal. Boreal viene de Bóreas, que significa viento del norte.

Ese fenómeno es más propio de países como Noruega, Suecia o Finlandia. Así que verlo en España ha sido un privilegio. Fue producto de una de las tormentas geomagnéticas más fuertes que el sol haya producido en estos años, una de sus llamaradas que pueden durar minutos u horas y que originan un campo magnético, tan fuerte que nos afecta, no solo porque podamos ver auroras, sino porque alcanza y causa problemas a la radio, las redes eléctricas y las comunicaciones de la Tierra.

Los colores se producen porque las partículas eléctricas del viento solar se encuentran en la noche con átomos y moléculas en la parte alta de nuestra atmósfera, y, dependiendo del tipo de átomo o molécula y la altura toman un color u otro.

Los colores verde y amarillento se deben al contacto con oxígeno, el azul con el nitrógeno. El rosa también es por contacto con el oxígeno, pero a altitudes por encima de los 300 kilómetros.

El sol tiene actividades de este tipo que aumentan y disminuyen en ciclos de once años. Vivimos en uno de estos ciclos que estará en máximos entre finales de este año y principios del que viene. Así que cuando vuelvan a producirse y se tiña de nuevo el cielo en bandas raras una noche de estas, espero volver a verlas con un poco más de información y espacio mental para meditar sobre lo que me afecta la vida privada de nuestra estrella familiar.

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