Si estaba en la calle y necesitaba quien le llevaran un paquete, le dieran una dirección o algo así, Lulucita cazaba al primer varón disponible llamando con la mano y diciéndole: “Mira, mijito, ven acá. ¿Cómo te llamas tú?” y le pedía lo que necesitara en ese momento.
Nosotros le advertíamos que en una ciudad como Caracas eso podía ser muy peligroso, pero ella se encogía de hombros y ni pensaba en hacernos caso.
Además del peligro que eso suponía, con la edad yo fui pasando de una reacción a otra. Primero me daba pena, después me daba rabia de verla tan osada y, por último, aparte de parecerme divertido, ya no me daba nada.
Lulucita partía de la premisa de que no había nada que halagara más a cualquier hombre que ayudar a una dama en aprietos. Vaya uno a saber si es verdad. Pero sea porque tenía razón, o porque nadie le iba a negar ayuda a una señora mayor, esa pasó a ser su manera de andar por el mundo.
A comienzos de esta semana me tocó bajar al mercado. No había terminado de pagar cuando se desprendió un aguacero. Me quedé viendo el agua del otro lado de las puertas de vidrio, esperando a que escampara y resignada a mi suerte, pero en eso vi a un muchacho que se disponía a salir paraguas en mano. Estaba de anteojito. “Mira mijito, ven acá, ¿me llevas hasta el techo del edificio de enfrente? Se me quedó viendo casi como si fuera, no diríamos que loca, pero algo parecido, y por último dijo que sí y hasta me ofreció el brazo. Cuando llegamos le di las gracias y le pregunté si vivía por aquí. Me dijo que la que trabajaba por esos lados era su novia y desapareció como por encanto.
Creo que todavía me tengo que hacer más mayor…