Ridley Scott termina su más reciente película “Napoleón”, sobre la vida del Emperador francés, con la lista del número de muertos en sus batallas. Aparentemente, para Scott, Napoleón Bonaparte no tuvo mayor gloria ni más impacto que ese, además de su muy pobre y tosco desempeño sexual. En la mirada del director de cine británico, las reformas de Napoleón no dieron la estocada de muerte a la estructura del Antiguo Régimen, no crearon el sistema moderno de educación, ni el nuevo código civil, el código napoleónico, tuvo mayor trascendencia, aunque fuera implantado en gran parte de la Europa continental y permanezca aún vigente. El hombre que mesmerizó al ejército francés, que asombró y dominó a toda Europa, que marcó su época, careció totalmente de carisma, fue un personaje gris, una figura plana, incómoda, un hombre simplemente ambicioso, inseguro y petulante.
La penetración de Napoleón Bonaparte en el imaginario de Occidente ha sido tal, tal ha sido su grandeza, que en el humor popular la mejor forma de designar la locura y la manía era indicar que la persona se creía Napoleón. La imagen del Emperador con su sombrero bicornio negro y la mano derecha insertada en el abrigo o la chaqueta es reconocida hasta por los habitantes del más recóndito país ajeno a la historia de Francia. La famosa pose de Napoleón, popularizada por artistas como Jacques-Louis David, ha sido copiada infinitas veces por retratistas del mundo entero, en la fotografía, en los comics. Sin embargo, Joaquín Phoenix, el actor de la película, es incapaz de descubrir una sola faceta del carácter complejo de quien llevó más de ciento cincuenta sabios, ingenieros, naturalistas, lingüistas, cartógrafos o astrónomos, en la expedición a Egipto, no logra explicar una mínima parte del poderoso lazo emocional que unió a Napoleón con los franceses de su tiempo, no alcanza a representar las muchas caras de quien doblegó a un Papa a la vez que impulsó seis códigos legales que garantizaron derechos y libertades como no se había logrado antes.
Sabemos que una película no es un documental y que todo director de cine, como cualquier escritor, tiene derecho a imaginar y crear. Yo he sido, por demás, un admirador y asiduo lector de la historia novelada y la historia fabulada. Pero gastarse alrededor de 200 millones de dólares para popularizar una visión sesgada de un personaje histórico y plagar la mente de las grandes masas de espectadores de multitud de errores históricos no parece ser la mejor de las labores.