Augusto fue educado en una escuela donde los alumnos se ponían de pie cuando la maestra entraba al salón. No era así en el resto del país, pero eso lo supo mucho después. Cuando el Augusto adolescente todavía creía en este protocolo, naturalmente concluyó que invitar a una chica a bailar en un salón era algo que debía hacerse en persona. Hasta que la vida lo tomó por asalto. Augusto había visto a una chica al otro lado de una pista de baile más que llena. La joven estaba sentada con sus amigas, y como Augusto no tenía amigos en esta ciudad, la única forma, pensó Augusto, era acercarse e invitarla a bailar, como fuera. Así fue como Augusto comenzó a vadear su camino por la pista de baile hacia esa chica. Augusto avanzaba lentamente, cuando ya en medio de la pista, Augusto vio que la joven se levantaba, asintiendo con su mirada en la dirección que Augusto había dejado. Mirando hacia atrás, Augusto percibió que la joven había accedido a una invitación a bailar hecha por un tipo con solo un gesto que ya se disipaba cuando el tipo se levantó para caminar hacia la joven. El simple gesto de aquel mozo, certero como un misil, había hundido la intención de Augusto, dejándolo con las manos vacías en medio de la pista de baile. Augusto nunca siquiera supo el nombre de la joven. Tal vez si no hubiera sido por ese misil insidioso, la cosa podría haber resultado en algo, si la educación de Augusto no se hubiera interpuesto en su camino. Años después, Augusto enseña comunicación entre culturas.