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La Pascua, con su carga simbólica y su alegría festiva, es un tiempo para reflexionar y celebrar. Sin embargo, entre los ritos religiosos y las tradiciones familiares, aparece un personaje que parece salido de un cuento infantil: el conejo de Pascua. La pregunta surge inevitablemente: ¿qué tiene que ver un conejo, un animal peludo y saltarín, con una festividad profundamente religiosa?
Para entender esta conexión, debemos remontarnos al origen de la Pascua y a las tradiciones paganas que se entrelazaron con la celebración cristiana. En la antigüedad, los pueblos germánicos y anglosajones veneraban a Eostre, la diosa de la primavera y la fertilidad. El conejo, por su capacidad para reproducirse rápidamente, era uno de los símbolos asociados a esta diosa. Con el tiempo, la figura del conejo comenzó a vincularse a las festividades primaverales.
Cuando el cristianismo adoptó la celebración de la Pascua para conmemorar la resurrección de Cristo, muchas de estas tradiciones paganas sobrevivieron, adaptándose al nuevo contexto religioso. Así, el conejo de Pascua se convirtió en un símbolo de vida, alegría y renacimiento, valores que están en el corazón de la festividad.
Pero más allá de su historia, el conejo de Pascua también cumple una función cultural. Es un puente entre lo sagrado y lo festivo, un recordatorio de que las celebraciones son espirituales, y también comunitarias y familiares.
Hoy, en algunos países, el conejo de Pascua es un puente entre lo espiritual y lo mágico, lo solemne y lo juguetón. Él recuerda que las festividades, aunque puedan ser profundas, también son momentos para reír, para jugar, para abrazar lo fantástico. Porque, al final del día, todos necesitamos un poco de magia en nuestras vidas, incluso si viene en forma de un conejo que juega a ser chef de huevos multicolores.

Escritora, novelista, cuentista, ensayista, periodista, articulista.
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@solmorillob