Dicen que las chiripas son más fuertes que el odio, pero definitivamente el odio que había en el corazón de Douglas Bracho no era un juego. Siendo muy niño había sufrido un maltrato que lo atormentaba hasta el día de hoy. Esos correazos de su padre Armindo Bracho habían sido apenas la punta del iceberg, un maltrato que, cada cierto tiempo le bamboleaba las emociones y lo descomponía. Y era entonces allí cuando emergía ese odio vertical que se instalaba en el corazón. Sin embargo, todo aquello, era atenuado con un espíritu compasivo, muy dulce y sosegado.
Douglas Bracho, no había causado todavía daño físico alguno a ninguna persona. Todo lo contrario, siendo una energía poderosa, Douglas la sacaba de sí convertida en otra cosa, a veces ni él mismo sabía cómo hacía. Pero ese odio estaba allí reposado y sereno.
Un pegoste asfixiante que no tardaría en eyectarse, desde lo más profundo de su alma. Y aunque él no tuviera miedo alguno de ese sentimiento, cada cierto tiempo una leve angustia se le instalaba en el cuerpo a Douglas Bracho. Tarde o temprano ese día llegaría.
Por fortuna, ese odio encontraba una vía de escape en la masa fresca que Douglas golpeaba, todos los días, en aquel galpón caluroso de la panadería donde trabajaba.
La panadería Michelena había visto a aquel hombre bueno, porque Douglas era un hombre bueno, qué duda podía caber de eso, convertirse en un honorable padre de familia. Gocho al fin, su vida estaba diseñada en función del oficio que había aprendido y del trabajo que realizaba con una pasión tranquila.
Pero seguro que estaba cerca ese día, en que Douglas Bracho soltaría ese odio implacable. Seguro que mucho más temprano que tarde aquella emoción macerada habría de expandirse hacia afuera como un líquido melancólico que ya no puede más. Por ahora, Douglas seguirá haciendo el mejor pan sobao de Caracas.
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