Acepté la misión de muy buen agrado, sin saber exactamente de qué se trataba.
Era una pequeñísima manera de retribuir todo lo que esta buena amiga hace por mí.
Hoy en día la gente tiene mascotas muy raras, lagartijas, arañas y hasta culebras, pero tengo bastante experiencia cuidando niños, perros y afines, así que pensé que su encargo no sería problema.
Me equivoqué.
Mi amiga me dejó anotadas las instrucciones con detalles. Horarios de comida y bebida que, dependiendo del estado del tiempo, podían variar.
Cuando las conocí me quedé maravillada por la delicadeza y casi fragilidad de su belleza.
Pero, sobre todo, aunque mudas y quietas, estaban vivas.
Y así mismo tendría que devolverlas.
Cada mañana, abría la reja de su jardín y con nerviosismo, me fijaba en todos los rincones posibles donde habitaban, hablándoles o más bien rogándoles:
- ¡Por favor no se mueran!
Y es que no tengo idea si, en mi afán de calmar su hambre y sed, las ahogo o las enveneno.
Cada mañana, despertaba con una pequeña angustia.
- ¿Seguirán vivas?
Al final decidí relajarme, creo que mi falta de confianza las estaba poniendo nerviosas. Decidí conversar con ellas, cantarles y deleitarme con su maravillosos colores y compañía. Hasta me aprendí sus nombres.
Lirios anaranjados, girasoles incandescentes, hortensias azules, dalias pálidas, peonías rosadas, pensamientos morados y amarillos.
Me sobrevivieron.
Mi amiga regresó de su viaje y me llamó a decirme que sus flores estaban más bellas que nunca.
Respiré aliviada. Me recompensó con una botella de vino.
Sin tiempo que perder, procedí a bebérmelo.
Esta vez sentí que regaba mis propias flores, mis pensamientos, con agua de poesía.
“Con la libertad, las flores y la luna,
¿quién no sería perfectamente feliz?”
Oscar Wilde