Me hicieron un regalo inesperado e inusual. Doble placer.
Un pescado. En realidad, parte de él; la bestia, un halibut (lenguado, creo) que medía casi metro y medio.
Una buena parte de estos soberanos filetes se convirtieron en un ceviche de antología. Otros esperan en mi refrigerador para ser preparados al sartén con mantequilla, ajo y finas hierbas.
Le agradecí mucho el gesto a mi amigo pescador. Su regalo resultó muy inspirador pues me movió, no solo a cocinar sino a lo que hoy relato.
Este tema de la pesca hizo que aflorara en mí, un recuerdo de infancia. La única ocasión en mi vida en que he pescado algo que no fuese un resfriado, una sardina, en el muelle de Playa Azul. Yo tenía como ocho años y al recordar ese instante, sentí la misma exaltación de entonces.
Acto seguido, quizás para complacer a mi niña interna, decidí retomar la pesca.
Dicen que es una actividad muy relajante, para aquellos (yo no) que tienen la suerte de poseer el don de la paciencia. Esa que, paradójicamente, según Confucio, si es infinita, produce resultados inmediatos.
Bajé al río, con una improvisada caña, carnada y sensación de chiquilla de ocho años. Me senté sobre una roca a esperar que algo picara.
Saqué varios palos y algunas algas, pero, reconozco que sentí esa placidez, esa relajación, esa presencia milagrosa del río en su tránsito sereno y luminoso.
Recordé las palabras que le escuché a un famoso neurocirujano infantil, cuando le preguntaron que cómo manejaba el estrés en su compleja profesión. Nunca olvidaré su respuesta.
“Tres cosas” dijo, “da lo mejor de ti, habla con la verdad y sal de pesca.”
En ese preciso instante, sentí que algo había picado. Fue una pequeña lucha, un momento de agitación, como cuando saqué aquella sardinita de mi infancia.
Allí estaba, retozando, plateada, viva, mi súbita inspiración para estas líneas.
Corrí a mi casa a marinar mi historia con palabras y cocinarla a fuego lento antes de servir.