¡Craaaash!
Tenía tiempo que no escuchaba el sonido del latón crujiendo.
Sucedió retrocediendo de mi garaje, en piloto automático, cuando sin darme cuenta me estrellé contra la puerta del carro de mi amiga, estacionado frente a mi casa.
Apartando la vergüenza, el seguro resolvió el problema sin dilaciones y se encargaron de ambos carros.
Días después del incidente, busqué mi carro al taller; lucía perfecto y reluciente, espero que el de mi amiga también.
El caso es que cuando venía de regreso a casa, con ese hábito a veces inútil de establecer analogías con la vida real, pensé:
– Ojalá fuese tan fácil resolver en la vida esos otros golpes, los de adentro.
Esos a los que se refería César Vallejo en sus “Heraldos Negros”:
Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Así como todos tenemos nuestras abolladuras y rayones internos, también creo que el único taller de latonería y pintura que puede ayudar con esas cicatrices inconsolables es el que se especializa en abrazos, cariño, sonrisas, compañía.
Llegué a mi casa con estos pensamientos algo depresivos, pero al final me dije, parafraseando a nuestro músico Gualberto Ibarreto, que a uno no le queda otra que cargar con este “cuerpo cobarde” que, con el tiempo, también necesita de mantenimiento y repuestos.
Decidí hacerle un cariño a mi carrocería interna, así que destapé una botella de vino blanco, me serví una generosa copa y la bebí en silencio, mientras la belleza de un cielo color lavanda reparaba todas mis magulladuras.