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Desde siempre me han gustado los helados.
Recuerdo llegar a la universidad en Montalbán antes de las siete, muchas veces hasta con neblina, y mientras mis compañeros se abrigaban con tazas de café humeantes, yo, por esa teoría de que «el frío se combate con el frío», pedía un helado.
Mi gusto por el helado me llevó a investigar sus orígenes. Leí que los primeros indicios se remontan a la antigua China, hacia el año 3000 a. C., en que los emperadores disfrutaban de mezclas de nieve, frutas y miel.
En la corte de Alejandro Magno (rey en el 336 a. C.), se enterraban en la nieve ánforas que contenían frutas mezcladas con miel para conservarlas mejor y se servían heladas.
Saltando en el tiempo, llegamos a la Roma antigua. Dice la leyenda que Nerón enviaba a sus siervos a las montañas más altas para traer nieve, con la que preparaban deliciosos sorbetes de frutas.
Ahora que estoy en Inglaterra, un país no precisamente conocido por su clima cálido, me entero de que el rey Carlos I «El Tirano», quien reinó de 1625 a 1649, era fanático del helado. Tenía un equipo de cocineros dedicados exclusivamente a prepararle sus favoritos y, no solo eso, sino que poseía un sistema de refrigeración muy sofisticado para conservarlos. Otra fuente ignora a este personaje y data la aparición del helado en 1671, en un banquete en el Castillo de Windsor…
En todo caso, fue en el siglo XVII cuando el helado dio un salto cuántico gracias a Francesco Procopio dei Coltelli. Este veneciano, considerado el padre del helado moderno, inventó una máquina que mezclaba hielo, sal y otros ingredientes, creando una textura cremosa y homogénea. Abrió en 1686 un café en París donde servía sus creaciones heladas, y así nació el helado tal y como lo conocemos hoy.
También cuentan que cien años después, durante la Revolución Francesa, algunos privilegiados intercambiaban sus joyas y objetos de valor por porciones de helado, demostrando así la alta estima que se tenía por este manjar. Y, ¿saben quién más? Napoleón Bonaparte era un amante del helado. Durante su exilio en la isla de Elba, uno de los pocos consuelos que tenía era disfrutar de su postre helado preferido.
En otra ocasión les contaré más. Por ahora me retiro. Voy a la cocina… ¡Imagínense a buscar qué!
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