Esperé a que salieras de casa. Ibas apurada a tomar el ascensor. Solo pude alcanzar a acariciar las puntas de tu cabello mientras entrabas en la cabina. Te perdí de vista por un momento hasta que llegaste al sótano. Cuando abriste el carro, rocé suavemente tu cara, antes de que cerraras la puerta. Saliste del estacionamiento, tomaste la curva hacia la avenida y yo ya estaba ahí fuera esperando.
Te seguí por varias cuadras hasta que de repente, abriste la ventana. Aproveché y me lancé sobre ti. Besé tu brazo izquierdo, subí por tu hombro hasta tu cara y me enredé en tu cabello. Intenté respirar el aroma de tu cuello cuando subiste el vidrio otra vez, y parte de mí quedó como un remolino alrededor de tu cuerpo. Mi otra parte te persiguió entre calles bajo el sol y semáforos en verde. Me quedé viéndote por el retrovisor que te reflejaba mientras cantabas con fuerza, seguro, alguna canción de los Beatles.
Fui paciente en realidad. Esperé en tu destino a que bajaras. Al sacar tus pies del carro, de golpe y desesperado, me metí bajo tu ropa, abrazando tus piernas. Mi aliento se derramó entre tus muslos, levantando tu vestido como una campana blanca de rayas azules. Pasé por tu espalda, me escabullí entre tu pecho, te tomé del cuello y, en un acto impulsivo lleno de deseo, te susurré al oído cuanto te ansiaba.
Me entremezclé con tu respiración, y nos hicimos uno en tu suspiro. Te acompañé hasta la puerta y vi cómo te alejabas. Sé que me sentiste.
Esperaré paciente a que salgas.
Sé que tú, esta vez, caminarás más despacio a propósito. Me darás más tiempo para arroparte completa y nuevamente besarte.