La primera casa que consigue uno cuando sale de la urbanización y pisa la avenida, justo frente al parquecito, es una casita de color verde con un jardincito muy bien cuidado. Allí vive una señora de cabello largo cuidadosamente peinado de un color negro azabache. Lo afirmo así porque muchas veces me mandó a comprar el tinte Igotint, con esas especificaciones. Vivía con sus tres hijas, una más bella que la otra. Todas esas damas me miraban y me trataban con mucho cariño. No me acuerdo del nombre de la señora ni de las otras hijas, solo recuerdo el nombre de la última, claro, si me gustaba mucho. Recuerdo su nombre y el de su perro, un cocker spaniel llamado Yucatán. Se llamaba Isabella y mi timidez no me permitió ir más allá de explicarle polinomios y ecuaciones.
Con esa excusa nos veíamos casi todas las noches y ella pretendía que los domingos la acompañara a misa con toda la familia, eran socialcristianos. Nunca accedí. Yo coqueteaba en esa época con un grupo comunistoide involucrado en las guerrillas, hasta que en casa me consiguieron unos pequeños volantes que llamaban “mariposas”, con propaganda subversiva que debía dejar caer en los baños públicos. Solté algunos y los otros me los hicieron quemar. Me desencanté del grupo, no sé por qué, pero ya habían programado ir al monte a prácticas de tiro.
Disculpen la disgregación, pero me vino a la mente este recuerdo de la misma época.
En una de mis visitas domingueras a Isabella, al sentarme en la sala al lado de ella y querer cruzar mis largas piernas adolescentes, levanté una más allá del propósito y le di una fuerte patada a la mesa de centro e hice caer un jarrón chino muy decorado con arabescos en relieves dorados y florecillas multicolores, que la señora tenía en muy alta estima. Hizo ruido al romperse y el perro ladró, alertando a la señora, quien se presentó de inmediato.
No encontraba qué hacer, pensé inmediatamente “debo responder por mi torpeza y prometer reponerlo, ya veré de dónde y cómo, porque debe ser caro y de dónde saco yo para pagar eso”. Mis cavilaciones fueron interrumpidas por Isabella, quien al ver a su madre descompuesta y a mí asustado, rompió el silencio de los tres y alivió mi angustia cuando atinó a decir: “Mamá, Yucatán tiró el jarrón”.
El pobre animalito se llevó la reprimenda que era para mí.