Con un par de gruesas gafas colgando del cuello y el otro deslizándose obstinadamente por su afilada nariz, Heráclito observa a las sombras de piel rosada que, smartphone en mano, pasan junto a la vieja tienda de souvenirs, (ha olvidado la palabra en griego), donde los dioses le condenaron por existencias pasadas a cuestionar el destino de los hombres. Al otro lado de la calle, en la tienda de enfrente, Zenón, con los ojos fijos en el suelo, lía un fino cigarrillo entre las yemas quemadas de sus dedos; hace tiempo que el negocio va lento. Heráclito me observa como a través de un río. De pronto, tengo la sensación de que me interroga en ese silencio lunar lleno de significados que lanza discretamente a los bárbaros “low cost” que, con pantalones cortos, chanclas y gorras, invaden ahora la ciudad donde, en otros días, él le preguntaba a las aguas que fluían por qué su destino era correr. Cuando me ve, dispuesto a uno que otro selfie (como si me buscara a mí mismo), Zenón sacude la colilla de su cigarrillo y me recuerda la ceniza que cae y la brisa que insiste en dar los pasos que he dado y los que me quedan por dar.