
Paisaje ciudadano
Como la niebla que abraza los edificios descoloridos de la ciudad, la noticia me envuelve con su pesada melancolía: Unibar ya no existe. Un local más que sucumbe al tiempo, dirán algunos. Pero para mí, esas paredes guardaban el eco de conversaciones que moldearon mi juventud.
Allí, a escasos pasos de la Universidad, el aroma del café barato se mezclaba con las ideas revolucionarias. Era un refugio donde las distintas tonalidades de la izquierda convergían, como pájaros diversos buscando cobijo bajo el mismo alero gastado.
Recuerdo especialmente a uno de ellos, un compañero cuya bondad brillaba como una luz tenue en aquellas tardes de debate. Me confesó una vez, entre sorbos de café y humo de cigarros, que temía hablar libremente conmigo, pensando que sus palabras podrían contra él en la próxima asamblea estudiantil. Le aseguré que jamás traicionaría su confianza, pero vi la duda persistente en sus ojos, como una sombra que no logré disipar.
Me fui alejando gradualmente, primero del bar, luego del país entero, llevándome conmigo el sabor amargo de las despedidas inconclusas. Los años pasaron, grises y persistentes como la lluvia sobre el asfalto montevideano.
Décadas después, como un giro inesperado del destino, recibí su invitación para dar una charla en su universidad en Montevideo. Solo entonces, bajo la luz de ese reencuentro tardío, comprendí la profundidad del aprecio que me tenía. Era como si el tiempo, en vez de erosionar los vínculos, los hubiera fortalecido en silencio.
Hoy, mientras pienso en Unibar reducido a escombros, siento que una parte de nuestra historia colectiva se desvanece como el humo. Nadie más llorará su pérdida, pero en mi memoria permanece intacto, como un testigo mudo de aquellos días en que el futuro parecía tan vasto como incierto, y las palabras compartidas sobre una mesa gastada podían cambiar el mundo.

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