
Retrato ecuestre del Conde-Duque de Olivares, 1634
Fuente: https://www.museodelprado.es/
Madrid resplandecía bajo el calor estival mientras Diego Velázquez recorría los pasillos del palacio. Corría el año 1624, y el joven artista sevillano aún se maravillaba de la rapidez con que había cambiado su fortuna.
“El Rey necesita un nuevo retratista”, había escrito Olivares, incluyendo cincuenta ducados para el viaje. “He oído que tu pincel habla con la verdad”.
La verdad era una mercancía peligrosa en la corte. Velázquez, nieto de conversos aunque alegaba linaje noble, lo entendía perfectamente. Su ascendencia mora—murmurada en Sevilla—yacía sepultada bajo capas de respetabilidad y registros bautismales. A la corte solo le importaba su talento.
Su retrato de Felipe IV le trajo todo: un salario real, aposentos, la promesa de que nadie más pintaría al monarca. Olivares mantuvo su palabra, convirtiéndose en el gran patrono de Velázquez.
“Píntame como deseo ser recordado”, ordenó Olivares años después, de pie con atuendo militar. “Un hombre de acción, no solo de política”.
Velázquez obedeció, creando magistrales retratos del Conde-Duque: resplandeciente a caballo, digno con su cruz verde de Alcántara. Con cada lienzo, retribuía la deuda de gratitud al hombre que lo había elevado de pintor provincial a artista de la corte.
Sin embargo, con el paso de los años, Olivares cambió. La carga de gobernar un imperio en declive pesaba sobre él. Noches de insomnio generaban paranoia; las sangrías prescritas por los médicos de la corte solo empeoraban su condición. Su mente, antes incisiva, producía prosa tortuosa, vagando por laberintos de pensamiento.
Una mañana, Velázquez encontró a Olivares frente a su retrato, temblando de ira.
“¡Me has plagiado! ¡Has robado mi esencia!”, gritó, con ojos salvajes. “¡Cada pincelada se lleva un pedazo de mi alma! ¡Tú—con tu secreta sangre mora—practicas hechicería contra mí!”
La corte quedó en silencio. Velázquez, comprendiendo el peligro, reunió lo que pudo aquella noche y huyó. Cuando ya atravesaba el Mediterráneo fue apresado por corsarios berberiscos, y ya en el calabozo Velázquez leyó un garabato en la pared: “Cervantes estuvo aquí”, y comprendió que lo mejor de su pintura aún estaba por llegar.

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