Me oxigeno diariamente cerca de casa. Voy por rutas conocidas: camino, mejor dicho, repaso veredas hasta sacarles lustre. De un tiempo hasta hoy, las caminatas han variado. Cuando voy en ruta, sin ir muy lejos, algo ocurre y me detengo.
Antes de confiar lo que me ocurre, déjame decirte que soy fiel caminante como para propiciar detenciones adrede, a no ser que algo superior me lo exija. Confieso que repentina y repetidamente, en ruta, volteo en seco y prosigo. Repito, no soy consciente de estas vueltas.
Me atrapa la mecánica de trajinar por las veredas a nivel, en subida, en desnivel. Desde siempre me he mostrado despreocupada del trayecto. Pero hoy debo indagar ese «algo» que justifica mis vueltas. En ruta, no me detengo hasta que algo —repito— me fuerza a dar muchas vueltas en off… y hoy lo descubrí.
Sí, doy vueltas en off cuando camino diez, doce cuadras con sus respectivos regresos. En cada tramo giro para ver un no sé qué y prosigo la ruta; en minutos, viro los ojos hacia mis espaldas y vuelvo al camino; en breve roto de nuevo para retomar el frente rápidamente. El viraje se repite. Así que, entre torceduras de tronco, continúo dando vueltas en off como banda cíclica.
Este ciclo de vueltas en off surgió porque las bicis eléctricas no hacen ruido cuando se aproximan al revés de mis pasos, pues me he topado con decenas que han pasado mudas al filo de mis pies. Algo parecido ocurre cuando el ruido callejero contribuye a que corredores pasen a velocidad cohete con sus perros, y no los sienta a mis espaldas, y me infarten.
Definitivamente, no soy consciente de voltear, créemelo. Estas movidas están fuera de mi conciencia, en off. Ellas me giran la espalda para librarme de percances. Con seguridad, son zarandeos de ángeles que me asisten como retrovisores, ¿no creen?