Desde muy pequeño viví lo que hoy podríamos llamar una disonancia cognoscitiva. Nacido en una familia culta de lectores empedernidos (mi padre solo valoraba al que leía), a mí me era muy difícil leer. Los libros se me hacían eternos, me costaba terminarlos, me quedaba dormido en el sofá. La Odisea, La Ilíada, Don Quijote de la Mancha, aún en versión infantil, representaron un esfuerzo descomunal, casi una ordalía. La Biblia la logré atravesar mediante una edición de dibujos animados. Y a pesar de que los libros de Julio Verne y Emilio Salgari me divertían y eran lo suficientemente breves como para soportar mi silábica lectura, recuerdo que yo era objeto de broma cuando en casa decían que leer Dos años de vacaciones de Julio Verne me había tomado dos años. A los 8 o 9 años, la obra de A.J. Cronin, que en ese momento leía mi hermana, fue una montaña insuperable. Hube de conformarme con El Principito.
A los 13 años tuve otra experiencia de disonancia cognoscitiva. Tras leer una versión abreviada del Diario Íntimo de Henri-Frédéric Amiel comencé a llevar un cuaderno en el que, en forma de diario, hacía algunas anotaciones. Pero sin haber escrito verdaderamente nada, sin haber intentado ni siquiera un cuento ni un poema, empecé a sentirme escritor. En el fondo, íntimamente sabía que yo no era un escritor, pero estaba seguro de que en el futuro lo sería. Era mi ideal. Como si el oficio de lector, en el que ya me sentía cómodo, debía desembocar necesariamente en el de escritor. La escritura se me convirtió en una especie de cosmovisión. Sentía que la vida era algo que ocurría para ser narrado, que la experiencia solo adquiría hondura y tomaba sentido en la palabra, a posteriori, en el acto de escribirla y describirla.
Mi verdadero enfrentamiento con el oficio del escribidor fue ya tardío, hacia los 18 años, cuando empecé a escribir artículos para el periódico El Mundo y dejé correr la imaginación con algunos cuentos. Pronto me di cuenta de que la ficción no formaba parte de mi propio relato y que encajaba mejor en la reflexión y en lo que ya empezaba a perfilarse como una vocación: el ensayo psicológico.