Al final de la tarde del otro día venía en el Metro lleno de gente y se me ocurrió tratar de imaginarme cómo sería ponerme en los zapatos de cualquiera de los demás pasajeros apenas por un rato, nada más que para entender no desde afuera, sino desde adentro.
Venía una señora con el pelo pintado de amarillo. Fue mi primera misión, así que me imaginé a mí misma en el baño de su casa poniéndome el tinte con un pincel. Después supongo que se tuvo que bañar para quitarse el exceso y ojalá le haya gustado como le quedó. ¿Fue por primera vez, o ya lleva años pintándoselo?
También había un tipo entre 20 y 30 años, con un tatuaje en el brazo y un jean rasgado. Ahí me fui con él al tatuador, el día en que escogió el águila que quería y se dejó clavar la aguja con la tinta. Al igual que la señora rubia, ¿le gustó como le quedó? Esperemos que sí.
Había otra señora un poco más mayor y bastante más gorda. Sobre su barriga uno de esos bolsos para llevar el almuerzo, y apretado entre el hombro y el brazo una cartera llena de bolsillos. Me fui con ella a su trabajo, a sus colegas de oficina, a su hora de almuerzo. Es probable que tenga que archivar papeles, o llenar formularios, o atender gente, y debe estar de regreso muy cansada a prepararse para volver a salir al día siguiente.
Lo cierto fue que cuando me tocó bajarme, tenía el pelo pintado de amarillo, un dragón tatuado en el brazo y era mucho más gorda que de costumbre.
Esta ciudad es pequeña, pero aún así es más que posible ver un día a alguien y no volverlo a ver más. Tampoco yo me monto en el Metro con mucha frecuencia, así que la cantidad de opciones de ponerme en otros zapatos se pierde de vista.
A mí me pareció divertida la experiencia. La comparto con ustedes por si acaso se animan. Y si no es mucho pedir, después me cuentan qué tal les fue…