A todos nos ha pasado, alguna vez: ir en un autobús, de una ciudad a otra, y trabar una conversación con el compañero o compañera de asiento. Incluso yo, que no soy tan dado a socializar, lo he hecho.
Aunque solo me ánimo a entablar tales diálogos de carretera cuando la persona hace algún comentario que considere inteligente. Y conste que soy bastante melindroso para calificar así a alguien o a una idea dicha por alguien.
No está de más agregar que las frases como: “qué calor hace”, y otras variantes climatológicas no me entusiasman mucho. Menos aún las del tipo: “cómo es posible que…”
Confieso que en ocasiones me he encontrado con personas bastante simpáticas. Y he descubierto lo que tal vez muchos sospechamos: que con las otras personas tenemos más cosas en común de lo que nos atrevemos a admitir.
Ya sea el deporte, el cine, la música, algo surge de qué hablar y entretener la monotonía del camino. Porque en nuestras carreteras a veces no hay más que ver que botellas a los costados, vendedores de café, policías poniendo alcabala y otras cosas peores.
Lo malo es que en ocasiones, cuando estamos en lo más animado de la conversación, de pronto el autobús se detiene. ¿Algo pasa? Tal vez sí, tal vez no, todo depende del cristal con que se mira.
El asunto es que hemos llegado a destino. Cada quien recuerda a lo que iba. Es tarde, debo estar en la oficina del ministerio a las nueve (yo, en mi ilusión, creyendo en la puntualidad de los ministerios y otros unicornios alados).
No queda tiempo ya para pedir el teléfono al amable compañero de viajes, quien también se levantó de su asiento, como disparado por un resorte. Es hora de apurarse. Pero hay tráfico aún en el pasillo del autobús. La gente no se apura. De paso todavía falta sacar el bolso que nos obligaron a meter en el guarda-maletas.
Por fin logramos salir, atravesar los vericuetos de los andenes, entre el humo de los tenderetes y el pregón de los vendedores ambulantes (siempre quise plagiarle esta frase a Otero Silva).
A la salida del terminal, surge la eterna pregunta: ¿taxi o metro? En una de esas, nos cruzamos con un rostro conocido: es la persona que venía a nuestro lado en el autobús. Pero ni nos saludamos siquiera, cada quien afanado en lo suyo.
Es como si nunca nos hubiéramos conocido. Fue solo una amistad pasajera… Esto me recuerda algo que me sucedió con una novia. Pero esa también es otra historia, que algún día les contaré.