Por esta época, tiende uno a pensar: un año más ¿qué nos traerá el próximo?
Enfrascada en mis planes para las próximas semanas, cenas, fiestas, viajes, sonó el timbre de la casa. Debe ser transmisión de pensamiento, cada vez que me siento a planificar cualquier cosa, recibo su visita.
Se presenta en mi puerta, con sombrero e impecable traje oscuro, chaleco y corbata gris; como diría mi padre, “la extraña elegancia…”.
Sin cruzar palabras, pues lo conozco muy bien, lo invito a pasar.
Él se sienta junto a mí, frente a la computadora y observa, mientras termino de cuadrar mis actividades de fin y comienzo de próximo año.
Mi invitado es muy discreto, por más que uno quiera preguntarle cosas, el guarda silencio. A veces se le escapa una breve risa, casi sarcástica.
En la mitad de mis planes, mi computadora se congeló. Creo que la tarde, las horas, también se guindaron.
No sé de dónde, surgieron las notas de un tango muy conocido para mí, de esos que mi papá me enseñó, “barrio plateado por la luna…”
En ese momento mi distinguido visitante me invitó a bailar.
Yo me entregué al baile con los ojos cerrados.
Qué delicia dejarse llevar por brazos resueltos, los del “futuro”, que por cierto es el nombre de mi amable visitante. Qué paz da rendirse ante él, en vez de encadenarlo con tanta planificación.
Mi computadora comenzó a dar señales de vida y en ese momento mi compañero de baile, mi incierto pero maravilloso futuro, salió por la puerta ofreciéndome una sonrisa y un gesto cortés tocando la copa de su sombrero.
Tomé su visita de hoy como un buen augurio.
Apagué la computadora.
Decidí no hacer más planes y darle pista a la magia, esa que, si uno se empeña en amarrar, se cancela.
Con mi música imaginaria, allí quedé yo, sola, contenta, bailando…