Me persigue desde hace días.
La lanzo al fondo de mi mente y regresa, una y otra vez.
Hoy escribo sobre esa palabra que me acosa últimamente.
Es la palabra “bumerán”.
Consulté el diccionario de la real academia y me dio esta definición:
“Bumerán: arma arrojadiza, propia de los indígenas de Australia, formada por una lámina de madera curvada de tal manera que, lanzada con movimiento giratorio, puede volver al punto de partida.”
Se utiliza de muchas maneras, no solo como instrumento de caza o diversión, sino también como metáfora de una acción que se vuelve contra su autor.
También en analogías sobre el karma, eso de que, lo que se ofrece al universo, bueno o malo, se regresa, efecto bumerán.
Por curiosidad y, en fin, como ingeniera retirada que soy, consulté el principio físico de su funcionamiento y confieso que no entendí nada. Una mezcla de tercera ley de Newton con movimiento giroscópico. Con razón me rasparon en Mecánica Racional II, ciencias ocultas.
Pero, el origen de esta disertación fue una simple adivinanza, de esas muchas con las que me divierto con mis nietos, como, por ejemplo: verde por fuera y blanca por dentro, si no sabes, espera… (la pera claro); o aquella clásica de: oro parece plata no es.
Esta vez, se me ocurrió enunciar la adivinanza en presencia de un grupo de adultos.
La pregunta es así: ¿cómo se le llama a un bumerán que no regresa?
Los rostros de los eruditos concurrentes, doctores, ingenieros y letrados, se transformaron en sesudas expresiones.
Por segundos, escudriñaron sus mentes buscando la respuesta, hasta que una vocecita infantil rompió el silencio.
El inocente y diáfano razonamiento de mi nieto Tomas de siete años dio en el clavo.
“Palo” – dijo.
Los adultos miraron con asombro al niño y no les quedó otra que estallar en una carcajada.
Mis amigos no me perdonarán jamás por este chiste malo, pero al menos sirvió para sacarme de adentro la palabrita.
Sí, un bumerán que no regresa es sencillamente eso, un palo.