“Quieto
no en la rama
en el aire.
No en el aire
en el instante
el colibrí”
Octavio Paz
Apenas pesan entre dos y cuatro gramos.
Baten sus alas entre ochenta y doscientas veces por segundo.
Sus plumas son tornasoladas, su pico largo y delgado para poder llegar al néctar de las flores.
Venerados en las culturas prehispánicas, Huitzil en náhuatl; Quinde, en los Andes americanos.
Yo lo adopté hace tiempo como mensajero de mis deseos y pensamientos.
En estas latitudes nórdicas, no se les ve con tanta frecuencia, sin embargo, me encuentran.
Esta última vez vino en una bella tarjeta que me dio mi vecina, otras veces me ha llegado como escultura, medalla o poema, como el que ilustra esta crónica.
En su pico llevan momentos iridiscentes suspendidos en el tiempo.
Patio de la casa de mi infancia, colibríes bebiendo agua de lluvia de los Riqui Riquis; mi mamá, frente a su caballete, pintando sus rosas pálidas.
En mi duelo profundo, mensaje de esperanza, invitación a mirar al pasado sin insistir.
Una vez me sacó de un aprieto en el trabajo, gracias a una anécdota que le escuché a nuestro gran comediante Laureano Márquez, y que incorporé a mi vida personal. Quizá la conozcan, pero aquí la resumo en mis propias palabras.
Fue en cierta ocasión en que tuve que tomar una decisión laboral difícil pero necesaria. Cuando finalicé la historia, los gerentes exclamaron: ¡Oh!
“Se produjo un inmenso incendio en el bosque. Los árboles ardían al paso de las gigantescas llamas.
El pequeño colibrí se acercó al rio, llenó su piquito con agua, y voló dirigiéndose al fuego.
Los animales del bosque lo detuvieron diciéndole:
– ¿Qué haces colibrí?
Y él les respondió:
– Voy a ayudar a apagar el incendio.
Los animales rieron:
– ¿Pero no te das cuenta de que es inútil?
Y el colibrí respondió sin ninguna duda:
– Pero estoy haciendo lo correcto.”