
En el Berlín de mediados de los años, Werner y Jacob jugaban juntos en la calle después de la escuela. Con frecuencia uno iba a la casa del otro merendar antes de dormir cada uno en su casa, aunque a veces dormían invitados en la casa del otro. En ambas casas se hablaba del terror que había sido el período en el que los precios de las cosas aumentaban por hora mientras que los salarios aumentaban sólo al final del mes, si eso.
Era una amistad como cualquiera otra, o parecía serlo. Pero con el tiempo Jacob se sintió menos bienvenido en la casa de Werner, adonde cada vez lo invitaban menos a merendar y nunca más a dormir. Poco después vino la noche de los cristales rotos y la familia de Jacob huyó como pudo. Llegaron a la Palestina para instalarse de por vida. No fue fácil, y menos aún para Jacob que no tenía amigos allí ni entendía porqué habían tenido que dejar todo atrás.
Con el tiempo Jacob entendió que todas las pérdidas que había sufrido eran pálidas comparadas a las de sus familiares que se quedaron en Alemania. De esos nunca más oyó hablar. Tampoco de Werner.
Pero Werner sí se salvó, tuvo hijos y cuando estos tuvieron edad de votar, lo hacían por políticos que abogaban la austeridad fiscal, por miedo a que los alemanes volvieran a vivir lo que vivieron sus abuelos durante la hiperinflación. En cambio, los descendientes de Jacob andaban como por la cuarta vacuna contra el virus Sars-Covid.
No sabían explicarse porqué votaban sin titubear por una política u otra. Fuera monetaria en el caso de los descendientes de Werner, o sanitaria en el caso de los de Jacob. Ni unos ni otros querían exponerse al riesgo del exterminio que cada uno vivió desde su propia óptica.

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