Quién sabe cuáles serían sus pensamientos cuando bordaba aquel pañuelo por allá en los años 1920’s, en un pueblito de Alemania, a orillas del Báltico.
Más misterioso aún es cómo aquel pañuelito blanquísimo, inmaculadamente doblado en forma triangular, llegó a mis manos.
Tuvo que escapar de la guerra, cruzar fronteras y navegar océanos, Holanda, Inglaterra, para finalmente caer en mis muy venezolanas manos.
Lo bordó Tante (tía en alemán) Elizabeth, la fallecida hermana de mi suegra, quien un día, allá en su casita de Gales, me lo regaló.
Desde entonces lo he conservado fielmente en mi mesa de noche.
Hasta el fin de semana pasado.
Mi nieta Natalia, de cinco años, se quedó a dormir conmigo.
Inquieta, en la madrugada daba vueltas y vueltas. La noté congestionada. Como ninguna de las dos podía dormir le dije:
– ¿Quieres sonarte la nariz?
Ella asintió.
Sin prender la luz, al tacto, intenté encontrar un kleenex en mi mesa de noche, pero nada.
Entonces apareció el lánguido pañuelo. Se lo pasé.
Ella lo tocó asombrada y me preguntó:
– ¿Alguien más lo ha usado?
Y yo le dije:
– No en los últimos cien años.
Acto seguido, Natalia se sopló la nariz como si se le fuera la vida en ello.
Me pasó el humedecido y arrugado pañuelito. Lo solté sobre la mesa de noche, estrujado, liberado y feliz, como con sensación de misión cumplida, eso pensé.
Tante Elizabeth, nunca se hubiese imaginado que, casi un siglo después, el pañuelo por ella bordado iba a despertar de su largo sueño, en otro continente, en la nariz de la niña más dulce del mundo.
Hasta las cosas más triviales encuentran su razón y su destino. Allí quedó el pañuelito, en reposo perfecto.
Como el que pensaba sería el nuestro cuando de pronto escuché una vocecita diciendo:
– Nana ¿sabes cómo se dice pañuelo en japonés?
– No – dije.
– ¡Sakamoko!
Nos dio un ataque de risa para luego sucumbir al más dulce de los sueños.
Tante Elizabeth estará feliz.