Limpiando los libros, que, valga el desvío, no se le puede pedir a nadie que lo haga porque acaba en trabajo doble, llegué a la conclusión de que el plumero es un artefacto muy sofisticado. Limpia, pero con cuidado de no dañar. No es como la esponja de acero o el cepillo, por ejemplo, que ya vienen preparados para la batalla. No, un plumero, si uno se pone a ver, es hasta conmovedor. Sin hacer ruido, sin maltratar, revolotea sobre las cosas y las libra del polvo.
Mientras calladito y sin hacer alardes me ayudaba con mi oficio, me di cuenta de que no sabía cuál era su origen. Difícil imaginarse que en algún momento no hubieran existido plumeros, pero resulta que, para mi sorpresa, averigüé que fue patentado por Susan Hibbard en el año 1876 y que fue un tal Harry S. Beckner quien inventó el cepillo de pluma de avestruz en el año 1903.
Con tanto embuste que circula por Internet no me atrevo a poner mi mano en el fuego, porque, como les decía, me cuesta creer que sean tan recientes. En fin, lo que sí sé es que llegaron para quedarse. Si no, pregúntenle a cualquiera que tenga uno, que lo que son un plumero y un trapito viejo…
Ya en el tercer tramo, caí en cuenta de que los plumeros son como esos amigos con quienes uno cuenta apenas con los dedos de la mano: discretos y sin alardes, sin soberbia, sencillos y de buen corazón. A algunos a veces se les cae una pluma, pero no por eso dejan de cumplir su misión y están siempre allí, sin importar cuánto polvo se haya podido acumular.
Además, a diferencia de digamos, los limpiadores de horno, son tan cómplices que se prestan a modos “por encimona”, caso uno no pueda o no tenga tiempo de ponerse compulsivo.
Total es que terminé de limpiar el librero agradecidísima del plumero y no menos grata de esos amigos de toda la vida, que, sin hacer bulla, discretos y queridos, cómplices a morir, nos acompañan no importa dónde estemos ni la situación por la estemos pasando.
De paso, los libros quedaron perfectos y yo encantada con mi suerte…