Cuando fui a doblar la toalla, me fijé que tenía un hilito suelto. Se lo halé y se me vino todo el ruedo. No sabía que las toallas tenían ruedo, la verdad, pero como era evidente, resolví cogérselo.
Conseguí un hilo bien fuerte, una aguja grande y me puse a coser. Para mi gran sorpresa y alegría, de paso les dejo el dato, en una toalla blanca y con hijo ídem las puntadas no se notan, así que quedó perfecto, aunque yo sé que si hubiera sido seda el cuento habría sido otro.
Quien me enseñó a coser fue la señora López y más tarde me di cuenta de que me detestaba por ser zurda. En esa época todavía creía que las maestras querían a sus alumnas incondicionalmente. ¡Embuste! A mí ella no me podía ver, pero igual algo aprendí.
Durante mi época de colegio pasaba algo que hoy en día sería impensable. A las niñas que llevaban la falda del uniforme demasiado corta, les soltaban el ruedo y tenían que regresarse así a sus casas. Humillación pura. Para colmo, por tratarse de una falda plisada, reconstruir aquello era interminable, además de lograr después que la plancha borrara la marca del largo anterior. Después dicen que la infancia es la época más feliz.
Pero volvamos al ruedo. Creo que necesito un dedal, porque empujar la aguja con los dedos duele mucho. Lo que hice fue empujarla con la misma toalla, y a medida que iba avanzando en mi trabajo sentí cómo nos fuimos acoplando en una sola coreografía, aunque el hilo se va torciendo sin que uno se dé cuenta y donde te descuides se hace un nudo, que si halas lo condenas a la vida eterna. Entonces hay que razonar con él. Sacarlo poquito a poco para no perder lo que llevas adelantado. El arte de la paciencia. Calculé mal el tamaño del hilo y a mitad de camino tuve que rematar y empatarlo con otro nuevo. En la vida pasa así también, que calculas mal y después tienes que ver cómo es que enmiendas la plana. Es impresionante la cantidad de cosas que pasan por la cabeza de una costurera. Debería coser más.